El DESCONOCIDO HÉROE DE NOTRE DAME
15
de Abril del año 2019. Caía la noche y París miraba con sorpresa y estupor el
humo denso. El olor era intenso y se podía sentir kilómetros a la redonda. Los
parisinos apuntaban al cielo desde todas las direcciones de la ciudad con
sorpresa y horror. La gran catedral de Nuestra Señora, el emblemático símbolo
cristiano de la ciudad, joya arquitectónica universal construida hacía casi 800
años en el punto cero de Francia, estaba invadida por las llamas. Los bomberos
se desgarraban ante la impotencia de calles congestionadas y puentes tomados
por transeúntes que observaban la tragedia, aturdidos por la congoja y la
frustración. Las llamaradas tragaban voraces la parte superior de “Notre Dame”
con una fuerza que estremecía a todos. De pronto la “Flèche”, el símbolo del
símbolo, la gran aguja de 750 toneladas y 93 metros de alto que coronó la gran
catedral por 8 siglos y señalaba el centro de París a todo el planeta, caía
derrotada, derrumbada, en medio de gritos de angustia y horror. “Quelle tristesse!”
Copiosas lágrimas empezaron a asomar en miles de mejillas, desbordando el corazón de Francia en un sentimiento que parecía muerto pero solo estaba dormido. Fue entonces cuando una anciana emocionada, a duras penas pudo arrodillarse, unió sus arrugadas manos y mirando al cielo, con voz débil pero firme, empezó a tararear una tierna melodía, como intentando consolar y arrullar a “Nuestra Señora” ante semejante infortunio, ante la inmensidad de la tragedia. Quienes la vieron, no pudieron evitar la emoción ante un acto tan desgarrador como hermoso, muchos recordando que la misericordia de Dios siempre llega en nuestros momentos de mayor tribulación y dolor. Cayeron también de rodillas invadidos por la inercia de un corazón suplicante, imitándola. Fue así que el “Je vous Salue, Marie”, esa antigua y dulcísima canción dedicada a Nuestra Señora, empezó in crescendo a llenar todos los rincones de la ciudad, como el aroma de la rosa más hermosa en esa tarde de primavera. “María, yo te saludo, llena de Gracia”. “¡No te vayas!”. Francia, la hija preferida de la Virgen Madre así regresaba a sus brazos, entre el llanto, la desolación y la esperanza. “Sainte Marie, Mère de Dieu!” “¡No nos dejes!”. Finalmente, como si de un milagro se tratara, la vieja frase “La République est laïque, la France est catholique!” golpeaba los corazones de miles de hijos pródigos. “Amén, Amén, Aleluya”.
Mientras, a unas calles de la tragedia, un sacerdote, capellán del Cuerpo de Bomberos de nombre Jean Marc Fournier, luchaba desesperado por llegar al corazón de Nuestra Señora. Conocía muy bien que la ahora destruida “Flèche” había tenido en su estructura no sólo un gallo, símbolo de Francia, sino también uno de los trozos de la Vera Cruz, unas espinas de la Corona de Jesús, además de las reliquias de San Denis y Santa Genoveva, los santos de París. Y ahora la estructura había caído entre las brasas. No podía permitir que el resto de las reliquias sagradas se perdieran. Y corrió como un loco, abriéndose paso entre la multitud, las bocinas y las luces de los camiones de bomberos, atropellando y rezando “Amada Nuestra Señora, ¡tu siervo te implora!”. El jefe del Cuerpo de Bomberos se encargaba que la restricción de no acercarse al edificio, se cumpliera. El sacerdote católico que había servido en Afganistán, consternado pero impulsado por ese eterno sentimiento de altruismo y amor que no es humano pero yace en nuestros corazones por ser un regalo divino, solo tenía en mente llegar hasta donde yacía Nuestra Señora. “Sentía” que era su tarea y debía cumplirla ¡cueste lo que costare!
- “¡La Cruz de Espinas de Nuestro Señor!” gritó con firmeza.
Copiosas lágrimas empezaron a asomar en miles de mejillas, desbordando el corazón de Francia en un sentimiento que parecía muerto pero solo estaba dormido. Fue entonces cuando una anciana emocionada, a duras penas pudo arrodillarse, unió sus arrugadas manos y mirando al cielo, con voz débil pero firme, empezó a tararear una tierna melodía, como intentando consolar y arrullar a “Nuestra Señora” ante semejante infortunio, ante la inmensidad de la tragedia. Quienes la vieron, no pudieron evitar la emoción ante un acto tan desgarrador como hermoso, muchos recordando que la misericordia de Dios siempre llega en nuestros momentos de mayor tribulación y dolor. Cayeron también de rodillas invadidos por la inercia de un corazón suplicante, imitándola. Fue así que el “Je vous Salue, Marie”, esa antigua y dulcísima canción dedicada a Nuestra Señora, empezó in crescendo a llenar todos los rincones de la ciudad, como el aroma de la rosa más hermosa en esa tarde de primavera. “María, yo te saludo, llena de Gracia”. “¡No te vayas!”. Francia, la hija preferida de la Virgen Madre así regresaba a sus brazos, entre el llanto, la desolación y la esperanza. “Sainte Marie, Mère de Dieu!” “¡No nos dejes!”. Finalmente, como si de un milagro se tratara, la vieja frase “La République est laïque, la France est catholique!” golpeaba los corazones de miles de hijos pródigos. “Amén, Amén, Aleluya”.
Mientras, a unas calles de la tragedia, un sacerdote, capellán del Cuerpo de Bomberos de nombre Jean Marc Fournier, luchaba desesperado por llegar al corazón de Nuestra Señora. Conocía muy bien que la ahora destruida “Flèche” había tenido en su estructura no sólo un gallo, símbolo de Francia, sino también uno de los trozos de la Vera Cruz, unas espinas de la Corona de Jesús, además de las reliquias de San Denis y Santa Genoveva, los santos de París. Y ahora la estructura había caído entre las brasas. No podía permitir que el resto de las reliquias sagradas se perdieran. Y corrió como un loco, abriéndose paso entre la multitud, las bocinas y las luces de los camiones de bomberos, atropellando y rezando “Amada Nuestra Señora, ¡tu siervo te implora!”. El jefe del Cuerpo de Bomberos se encargaba que la restricción de no acercarse al edificio, se cumpliera. El sacerdote católico que había servido en Afganistán, consternado pero impulsado por ese eterno sentimiento de altruismo y amor que no es humano pero yace en nuestros corazones por ser un regalo divino, solo tenía en mente llegar hasta donde yacía Nuestra Señora. “Sentía” que era su tarea y debía cumplirla ¡cueste lo que costare!
- “¡La Cruz de Espinas de Nuestro Señor!” gritó con firmeza.
El
jefe de bomberos y quienes le rodeaban intentaban impedir que llevara a cabo un
acto por lo demás, suicida. “El fuego está muy avanzado. ¡No sabemos si Nuestra
Señora está ya en peligro de colapsar!”. “Oficial, ya estoy aquí y debo
terminar mi misión”, respondió Fournier mostrando su alzacuellos con la certeza
de aquel que ante el infortunio está dispuesto a dar la vida. El jefe de
bomberos comprendió que nada de lo que dijera iba a hacer cambiar de idea al
sacerdote, al tiempo de entender lo que estaba en juego. Decidió entonces, que
un grupo de bomberos acompañara al hombre de Dios a una de las entradas de la
catedral. Al llegar, vio Fournier en el ennegrecido pórtico cerrado la
escultura de la Virgen con el Niño en brazos y, supo que era una señal. Al
abrir la puerta, la Gran Cruz del Altar Mayor fulgurante le enfundó fuerzas. El
padre Jean Marie se movía como un autómata. “Amada Nuestra Señora, Sé mi guía
entre esta oscuridad”, oraba, mientras gajos de la estructura caían incesantes
sobre su cabeza. El humo le penetraba los pulmones, los ojos, los huesos.
“Nuestra Señora, ¡tiéndeme tu mano!”. Descendió sin pensar casi cayendo por
unas escaleras de piedra inundadas de tinieblas. Llegó a la pequeña recámara y
tanteando, la alcanzó. Tomó entre sus manos la Sagrada Corona de Espinas de
Cristo y la apretó muy fuerte contra su pecho. Corrió. Se tropezó. Cayó. A
tientas y casi sin fuerzas, se arrastró hasta la nave principal y nuevamente la
Gran Cruz, incólume y resplandeciente, iluminó el camino que lo llevó directo
hacia al Santísimo Sacramento. Caminó de prisa aun apretando en su pecho la
rescatada reliquia más importante de la cristiandad. Luego, tomó el copón de oro,
tembloroso, lo besó y entre lágrimas corrió hacia la salida, entre las chispas
que caían del techo a punto de colapsar. “Gracias Nuestra Señora. Ave María
Purísima!”. El alma le estallaba de emoción. Había salvado el corazón de
Nuestra Señora: la Corona de Espinas del Amado Hijo Redimido y el Santísimo
Sacramento del Hijo Vivo, en plena Semana Santa.
Horas después, sentado en una acera, escuchó a un oficial decir: “Se ha salvado la estructura. ¡Reconstruiremos la catedral de Nuestra Señora!”. Y finalmente, el buen padre Fournier, se echó a llorar.
Mar Mounier
Horas después, sentado en una acera, escuchó a un oficial decir: “Se ha salvado la estructura. ¡Reconstruiremos la catedral de Nuestra Señora!”. Y finalmente, el buen padre Fournier, se echó a llorar.
Mar Mounier
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