LA GUADALUPANA O GUALUPITA
CATÓN ESCRIBE
Hoy no podremos ir a tu casa, Madre Nuestra. Pero no
estarás sola: tienes a tu Hijo del cielo y nos tienes a nosotros, tus hijos de la
tierra... Yo soy mariano, y Mariano me habría gustado ser, como mi padre. Soy
mariano porque por encima de todas mis debilidades sigo amando a María, madre
de gracia y madre de misericordia; esclava que se hizo reina, reina que se hizo
esclava. No soy digno, lo sé, ni de decir su nombre, pero lo pronuncio con la
osadía del enamorado, igual que el saltimbanqui que hizo acrobacias ante la
imagen de Nuestra Señora porque no conocía otra oración que la de sus piruetas.
En mi desmañada teología la Virgen es la dimensión femenina de la divinidad. El
Dios en que yo creo es amoroso, pues nació de mujer, de una mujer virgen y al
mismo tiempo madre. Más sabiamente que cualquier mariología lo explica la
sapiencia popular: "Óigame usted, Santos Flores,/ que le voy a preguntar:/
¿cómo, pariendo la Virgen,/ doncella pudo quedar?"./ "Escuche, doctor
Mateo,/ que le voy a contestar./ Tire una piedra en el agua./ Se abre, y vuelve
a cerrar./ Así, pariendo la Virgen,/ doncella pudo quedar". A través de
María bajó Dios a la tierra; a través de Ella subimos nosotros al Cielo. Esto
no es cosa para saberse -¿qué podemos saber nosotros?- sino para sentirse. Los
mexicanos somos ricos: tenemos dos Navidades en diciembre. Una es la nuestra,
la de hoy, día 12. En el Tepeyac tuvo lugar nuestra Natividad como nación. Otra
es la Navidad de todo el mundo, de ese mundo que en Nochebuena nació para el
amor. Ni española ni indígena es nuestra Madre: la Gualupita es mestiza
mexicana. Está encinta; lleva en su vientre al Hijo, y en ese hijo nos lleva a
todos. Por ella el páramo floreció en rosas, pero ella misma fue la mejor rosa.
Ahora es nuestro símbolo: México tiene raíz guadalupana. Yo, que dudo de todo,
no dudo nunca de la Virgen María. Le digo las antiguas oraciones; antiguas
porque vienen de siglos -"Bajo tu amparo nos acogemos, oh santa Madre de
Dios..."- y antiguas porque las aprendí en la infancia. Le canto las
entrañables alabanzas que entona el pueblo, dolorido pueblo y aun así
esperanzado gracias a la Morenita. La saludo con la O de las antífonas, y me
detengo a oír "la Magnífica", su triunfal himno de mujer humilde y
majestuosa. La miro de rodillas junto al pesebre y de pie junto a la cruz en un
inacabable Stabat Mater. Peregrino de
la vida -todos los hombres somos homo
viator-, llego en mi íntima peregrinación espiritual hasta el altar de la
Señora y le pido que me cubra con su manto. Cuando llega el dolor escucho sus
palabras: "¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?". Palabras son ésas
para quitar toda tristeza, toda desolación. Hoy, en su día pongo en vuelo hacia
María de Guadalupe todo un aviario de avemarías, y desgrano ante Ella los
piropos lauretanos, esos sabrosos requiebros hechos de poesía y amor:
"...Rosa mística... Torre de marfil... Casa de oro... Puerta del cielo... Estrella
de la mañana...". Me hago niño ante Ella, como cuando mi abuela, mamá
Lata, me enseñaba a tender la mano, lo mismo que la tiende un indigente, para
pedirle a la Señora el pan. Igual de suplicante voy a Ella para rogarle que
esté siempre con nosotros; que siga siendo vida, dulzura y esperanza nuestra.
Siempre somos mexicanos, pero el 12 de diciembre lo somos más. A la Guadalupana
le pedimos su gracia para nuestras desgracias. Ella nos llena las manos con sus
rosas. Yo le pido solamente tres: una de fe para creer; otra de esperanza para
confiar, y la tercera de amor para dar a mi prójimo. Mi prójimo eres tú, que
has leído esto.
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