Las tres clases de hombres
G. K. Chesterton
Hablando brutalmente hay tres clases de gente en este mundo. La primera clase de gente es el Pueblo; posiblemente integra la clase más amplia y de más valor. Debemos a esa clase las sillas en las que nos sentamos, las ropas que vestimos, las casas que habitamos; y verdaderamente (cuando llegamos a pensar en ello) probablemente nosotros mismos pertenecemos a esa clase. La segunda clase se podría denominar por conveniencia la de los Poetas; por lo general, son un mal para sus familias, pero una bendición para la humanidad. La tercera clase es la de los Profesores e Intelectuales, algunas veces descritos como la gente pensadora; y éstos son un tizón y un objeto de desolación para sus familias y para la humanidad. Se comprende que la clasificación exagera algunas veces, como todas las clasificaciones. Algunas buenas personas son, por lo general, poetas, y algunos malos poetas son, por lo general, profesores. Pero la división sigue la línea de una verdadera hendidura psicológica. Yo no la ofrezco a la ligera. Ha sido el fruto de más de diez y ocho minutos de examen y seria reflexión.
La clase que se denomina Pueblo (a la que
ustedes y yo con tanto orgullo nos sentimos ligados) tiene ciertas casuales y,
sin embargo, profundas presunciones, designadas «lugares comunes», como la que
se refiere a que los niños son encantadores, o que el crepúsculo es triste y
sentimental, o que un hombre luchando contra tres es un hermoso espectáculo.
Ahora bien, estos sentimientos no son imperfectos, ni siquiera son simples. El
encanto de los niños es muy sutil; hasta es complejo, al punto de ser casi
contradictorio. En su forma sencilla y entremezclada, es una consideración
hilarante y una consideración de desamparo. El crepúsculo engendra un
sentimiento que hasta en la canción de salón más vulgar o en la más baja pareja
de amantes, puede llegar a ser un sentimiento sutil. Está extrañamente
balanceado entre la pena y el placer; también se lo podría designar como un
placer que proporciona pena. La arremetida de caballerosidad por la que todos
admiramos al hombre que lucha contra la desigualdad no es muy fácil de definir
por separado; significa muchas cosas: compasión, sorpresa dramática, deseo de
justicia, deleite de experimentar y lo indeterminado. Las ideas del populacho
son, en realidad, ideas muy sutiles; pero el populacho no las expresa en forma
sutil. De hecho, no las expresa de ninguna manera, excepto en aquellas
ocasiones (ahora solamente demasiado raras) en que se entregan a insurrecciones
o matanzas.
Ahora bien, esto
justifica, en otro sentido, el hecho insensato de la existencia de los poetas.
Poetas son aquellos que comparten esos sentimientos populares, y pueden
expresarles de tal manera que parecen ser las cosas extrañas y delicadas que en
realidad son. Los poetas hacen que sobresalga el humilde refinamiento del
populacho. Donde el hombre común oculta la emoción más original, diciendo:
«Excelente abuelo», Víctor Hugo habría escrito: «L'art detre grand-pére»;
cuando el agente de cambios diría bruscamente: «La tarde se está cerrando»,
mister Yeats escribiría: «En medio del crepúsculo»; donde el peón podría
únicamente refunfuñar algo respecto a lo de arrancar y de que es «una preciosa
caza», Homero nos mostrará al héroe harapiento desafiando a los príncipes en
sus propios festines. Los poetas elevan los sentimientos populares en un grado
más ardiente y espléndido; pero debemos recordar siempre que son guardianes de
los sentimientos populares. Ningún hombre pudo jamás escribir una buena poesía
para demostrar que la infancia era chocante, o que el crepúsculo era alegre y
burlesco, o que un hombre era despreciable porque había cruzado su espada con
otros tres. Los individuos, que sostienen esto son los profesores o los
majaderos.
Son poetas
aquellos que se elevan sobre el pueblo entendiéndolo. En realidad, muchos
poetas lo han escrito en prosa: por ejemplo, Rabelais y Dickens. Los majaderos
se elevan sobre el pueblo rehusando comprenderlo diciendo que sus turbias y
extrañas preferencias son los prejuicios y las supersticiones. Los majaderos
hacen que el pueblo se sienta estúpido; los poetas hacen que el pueblo se
sienta más sabio de lo que jamás ha podido imaginar. Hay muchos elementos del
destino en esa situación. El más dispar de todos es la suerte de los dos
factores en la política práctica. Muy a menudo los poetas que abrazan y admiran
al pueblo son apedreados y crucificados. A los majaderos que desprecian al
pueblo se les regala muy a menudo tierras y se les corona. Por ejemplo en los
Comunes hay un respetable número de majaderos y comparativamente muy pocos
poetas. Y de ninguna manera encontramos allí al Pueblo.
Por poetas, como ya hemos dicho, no me refiero de manera alguna a los individuos que escriben poesías o cualquier otra cosa. Me refiero a los que, teniendo cultura e imaginación, las usan para comprender y compartir los sentimientos de sus semejantes; en contraposición a aquellos que las utilizan para lo que ellos denominan alcanzar un lugar más preponderante. Crudamente, los poetas difieren del populacho por su sensibilidad; los profesores difieren del populacho por su insensibilidad. No tienen fineza y sensibilidad suficientes, para simpatizar con el populacho. Las únicas nociones que tienen consisten en contradecir groseramente; tomar por el atajo, de acuerdo con su plan propio y presuntuoso; para decirse a sí mismos, sobre cualquier cosa que digan los ignorantes, que probablemente están equivocados. Olvidan que muy a menudo la ignorancia tiene la exquisita intuición de la inocencia.

Comentarios
Publicar un comentario