Crecer en espíritu y en verdad
Es necesario que crezcamos espiritualmente, sino viene la inmoralidad. Hemos
de ser personas con principios morales fuertes, así, cuando venga a nosotros un
chico o una chica pervertida, no nos moverán los cimientos.
Benedicto XVI escribió: “La familiaridad con el Dios personal y el
abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre” (Deus caritas est, n. 37).
La oración no consiste sólo en pedir cosas, sino en encontrarnos con
Cristo para saber qué quiere de mí. Dios no es un genio a mis órdenes. Podemos
decirle: “Señor, dame las condiciones necesarias para cumplir tu querer”. Hay
quien se enoja porque Dios no les concede lo que quiere. Dios respeta la
libertad mal usada, y esa conducta puede traer consecuencias funestas.
Para sanar la tristeza individualista, necesitamos el alimento de la
Palabra y de la Eucaristía. ¿Cuántas veces a la semana abres la Biblia? Una
religión buscada a la medida de cada uno, no ayuda. Es cómoda, pero en el
momento de la crisis, nos abandona a nuestra suerte.
Se alza una ola de sensualidad que invade las costumbres, las leyes, las
modas, los medios de comunicación social, las expresiones artísticas. Para
frenar este ataque, además de orar y reparar, hemos de movernos, cada uno en su
medio. “Primero purificarse y luego purificar; primero dejarse instruir por la
sabiduría y luego instruir; primero convertirse en luz y luego alumbrar;
primero acercarse a Dios y luego llevar a otro a Él; primero ser santos y luego
santificar” (S. Gregorio Nacianceno, Oración 11,71 PG 35, 479).
La pelea por la limpieza de conducta se muestra siempre atractiva,
siempre posible. Sólo en la oración aprendemos a hacer felices a los demás. El hombre decide sobre sí mismo. Está
llamado a la verdad, al bien, a la belleza. Decimos que amamos la verdad, pero
¡qué fácil errar! Para garantizar la verdadera doctrina es necesaria la
práctica religiosa.
Hoy hay confusión en materia de ética sexual, y es importante porque si
no se dan la castidad, la continencia y el pudor no se da el amor. Y lo único
que puede hacernos felices es el amor.
Todo lo que penetra a nuestros sentidos —sobre todo por los ojos, el
tacto y el oído—, penetra en nuestra conciencia. Hay que saber qué está bien y
que está mal, pero para reconocer el bien hay que llevar una vida honesta, hay
que ser virtuoso. En su último libro Juan Pablo II dice que sin Jesucristo no hay bien. “La estatura
moral de las personas crece o disminuye según las palabras que pronuncian y los
mensajes que eligen oír” (San Juan Pablo II, a comunicadores 2004).
“Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4,3). Dios
“nos ha elegido antes de la constitución del mundo para que seamos santos e
inmaculados en su presencia” (Efesios 1,4). Los primeros cristianos, fieles
corrientes –casados y célibes-, de toda edad y condición, se sabían llamados a
la santidad (cfr. Romanos 1,7), “elegidos, por Dios, santos y amados” (Col
3,12). Buscaban la santidad en todas las actividades de la tierra: unos en el
campo intelectual, otros en el trabajo manual; otros, en ambos.
La
santidad no es una imposición ni una carga, es un privilegio, un don, un
supremo honor. Una obligación, sí, pero que proviene de nuestra dignidad de
hijos de Dios. El hombre debe ser santo para hacer realidad su identidad más
profunda: la de ser “imagen y semejanza de Dios”. El hombre no es sólo naturaleza, sino vocación.
Para ser piadosos y alcanzar la santidad se requiere
un plan de vida. El plan de vida
consiste en tener unas prácticas de piedad a lo largo del día a fin de tratar a
Dios, facilitarnos su presencia y tratar de ser mejores.
El plan de vida ayuda a no perder de vista lo
esencial: la amistad con el Señor. El plan de vida es personal y se acomoda al
horario diario de cada uno. Si cultivamos el
amor de Dios, Él nos mantiene encendidos. Algunas Normas de piedad que
sugerimos son: El Ofrecimiento de obras a Dios al comenzar el día, 5 minutos de
oración mental, rezo de un misterio del Rosario, leer un pasaje de la Biblia,
tres Avemarías antes de dormir y examen de conciencia.
Una
anécdota de la vida real
Un
joven universitario se sentó en el tren frente a un señor de edad, que
devotamente pasaba las cuentas del rosario. El muchacho, con la arrogancia de
los pocos años y la pedantería de la ignorancia, le dice: “Parece mentira que
todavía cree usted en esas antiguallas...”. “Así es. ¿Tú no?”, le respondió el
anciano. “¡Yo! –dice el estudiante lanzando una estrepitosa carcajada–. Créame:
tire ese rosario por la ventanilla y aprenda lo que dice la ciencia”. “¿La
ciencia? –pregunta el anciano con sorpresa–. No lo entiendo así. ¿Tal vez tú
podrías explicármelo?”.
“Déme
su dirección –replica el muchacho, haciéndose el importante y en tono
protector–, que le puedo mandar algunos libros que le podrán ilustrar”. El
anciano saca de su cartera una tarjeta de visita y se la alarga al estudiante,
que lee asombrado: "Louis Pasteur. Instituto de Investigaciones
Científicas de París". El pobre estudiante se sonrojó y no sabía dónde
meterse. Se había ofrecido a instruir en la ciencia al que, descubriendo la
vacuna antirrábica, había prestado, precisamente con su ciencia, uno de los
mayores servicios a la humanidad. Pasteur, el gran sabio que tanto bien hizo a
los hombres, no ocultó nunca su fe ni su devoción a la Virgen. Y es que tenía,
como sabio, una gran personalidad y se consideraba consciente y responsable de
sus convicciones religiosas. (Interrogantes.net).
Mientras
tanto, ninguna adversidad debe apartarnos de este fin. “Nada te turbe, / Nada
te espante, / Todo se pasa, / Dios no se muda, / La paciencia / Todo lo
alcanza; / Quien a Dios tiene / Nada le falta: / Sólo Dios basta” (Santa Teresa
de Jesús, Poes. 30).
Dice una
mística: “Dos son las necesidades del hombre: el amor y el sufrimiento. El amor
le impide hacer el mal. El sufrimiento repara el mal hecho” (María Valtorta).
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