Jesús me llamó
En
una cena de shabat (sábado) lancé la pregunta: ¿Por qué tanta gente
piensa que Jesús es el Mesías si no lo es? El silencio fue la respuesta inmediata.
Mi padre me miró como si le hubiera dado una bofetada. Mi madre se retiró. Un
hermano me dijo: “Ten cuidado con ese pensamiento”.
Más
adelante, en una noche, en la fiesta de Yom Kippur (Día de la Expiación
o Día del Perdón) lloraba por algo que no sabía qué era, añoraba algo; mi fe se
estaba rompiendo. Quise descubrir si era verdad o era mentira que Jesús fuera
el Mesías. Me planteé: “¿Y si los judíos estamos equivocados?”. No me atrevía a
decirla en voz alta, pero esa pregunta crecía dentro de mí. Yo amaba mi identidad,
mi pueblo, mi fe, y, a la vez pensaba ¿por qué muchos hombres han muerto por
esa verdad? Estudié casos, nombres, fechas, testimonios, mártires, misioneros.
¿Quién daría la vida por una farsa? Leí en secreto la vida de Jesús. ¿Qué hace
a Jesús tan diferente de otros hombres? Empecé a conocer que Jesús perdonaba,
comprendía, amaba, sanaba enfermos, no abolía la Ley, la cumplía. En Jesús
encontré gracia. Si era el Mesías, yo lo había rechazado, lo habíamos rechazado
como pueblo. Lloré como nunca antes lo había hecho, por haber empezado a creer
en Él.
En
una fiesta abrí mi Tanaj al azar y salió Isaías 53, capítulo del Siervo
sufriente. Lo leí con ojos nuevos, viendo a Jesús en ese Siervo sufriente: “Varón
de dolores”. Cada verso era como un cuchillo y un bálsamo a la vez. “Fue
llevado como Cordero al matadero”. Era como si alguien hubiera escrito la
Pasión de Jesús siglos antes. Cerré el libro y comencé a caminar en círculos: “Esto
no puede ser. ¡No es posible que él sea el Esperado!”. Busqué cada verbo, cada
raíz, cada matiz. Esa noche no dormí: Isaías 53 se quedó grabado como un eco.
“En sus llagas fuimos curados”, comencé a orar, libremente, sin recitar. Me
senté frente al espejo y no reconocía al hombre que veía. Por primera vez hablé
con Dios como un hijo que no sabe si será escuchado. Le dije: “Adonai: Si Jesús
es el que tú enviaste, házmelo saber, y si estoy en un error, líbrame de él. No
me dejes vivir en la oscuridad”. Decidí cruzar líneas “peligrosas”, sentía un
miedo extraño, no a perder mi fe sino a descubrir lo que durante años había
negado.
Decidí
leer lo impensable: El Nuevo Testamento, lo hice con cautela. Dentro de mí
había una voz más fuerte que me decía: “La verdad no le teme a la búsqueda”.
Fue así como conocí a Saulo. Leí a San Pablo, que era un estricto fariseo,
cumplidor de la Ley, pensé: “Es como uno de nosotros, pero cambió y su cambio
fue doloroso, ¿por qué arriesgarlo todo”. Leí una y otra vez su impactante conversión
rumbo a Damasco: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Percibí en él una
postura radical.
Cuando
la verdad entra, desgarra al principio, pero luego, sana. Los Doce Apóstoles eran
hombres comunes y corrientes, hasta que Alguien los transformó. Pensé, según me
habían enseñado, que ellos habían cambiado y desfigurado la historia de Jesús.
Pero comprendí que no pudo haber sido así, casi todos los Apóstoles murieron
mártires: Pedro, Andrés, Santiago, Bartolomé, Mateo, Tadeo… Me preguntaba:
¿Morirías tú? Ellos no ganaron nada material ni prestigio social. Afirmaban que
Jesús había resucitado, hablaban como testigos y eran capaces de testificar a
costa de su vida. Reflexioné: ¿Y si no eran traidores del judaísmo? … Si ellos
tenían razón, yo había vivido en la mentira. Esa revelación empezaba a doler.
Oré
con todo el corazón, estaba frente a la verdad más peligrosa y más liberadora
que jamás había conocido. Esa verdad me cayó como una losa. Dios: ¿Cómo puedo
seguir negándolo? No tuve respuesta. Lo que percibí no fue una voz audible, no
fue un rayo, fue una certeza, fue como si después de años caminando en la
oscuridad, alguien simplemente hubiera encendido la luz, y en ese instante lo
supe: Jesús es el Mesías… Lloré noches enteras. Cuando acepté esa Verdad no
sentí condenación, sentí paz, una paz que nunca había experimentado en todos
mis años de religión. Entendí el propósito detrás de la Ley, vi que Jesús no había
venido a anular lo que Dios había hecho a nuestro pueblo, vino a cumplir las
promesas, vino como el Cordero pascual que toma en sí nuestras iniquidades, las
iniquidades de cada persona de toda lengua y nación.
Algo
no cuadraba, más bien, algo empezaba a cuadrar.
Ahora
entendía por qué tantos gentiles creían en Él. Jesús no era la invención de una
secta, era el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham, a Moisés, a los
profetas. Pregunté: ¿Hay lugar para mí en los planes de Dios? Aceptar a Jesús
fue como volver a nacer.
Perdí
amistades, fui rechazado por mi familia, me miraron con dolor, con rabia, con
incomprensión, me dijeron que había traicionado nuestras raíces, que cruzado
una línea sagrada. Pero yo, jamás me he sentido más judío que ahora, porque
creer en Jesús no me alejó del Dios de Israel.
Tengo 35 años. Camino con heridas, sí, pero con esperanza, no lo entendí
todo de golpe -fue un proceso-, no tengo todas las respuestas, pero sé que
Jesús vino, vivió, sufrió, murió y resucitó, sé que es mi Mesías, y su nombre
es Yeshúa, el Hijo del Dios viviente.
FUENTE: https://youtu.be/BJy0Y4HU9sE

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