Momentos de Prueba
El
hombre es desdichado porque no sabe
que es feliz. San Agustín
escribió: “Dios lo que más odia después
del pecado es la tristeza, porque nos predispone al pecado”. Efectivamente, la tristeza origina faltas de
caridad, despierta el afán de compensaciones y permite, con frecuencia, que el
alma no luche con prontitud ante las tentaciones. “La tristeza mueve a la ira y
al enojo”, dice San Gregorio Magno (Moralia 1,31,31).
¿Por qué la vanidad es tan terrible? San
Bernardo asegura que la vanidad derriba de lo más alto a lo más bajo, y la
humildad levanta de lo más bajo a lo más alto”... Por eso, en su
libro La autoestima del cristiano, Michel
Esparza dice: “A la larga, el orgullo siempre resulta ser el peor de los vicios
y la humildad la más importante de las virtudes” (p. 28).
El orgullo es un
problema universal que no se resuelve mientras cada uno de nosotros no
reconozca que está personalmente implicado en el asunto.”Si alguien quiere
adquirir la humildad –afirma C.S. Lewis-, creo que puedo decirle cuál es el
primer paso. El primer paso es darse cuenta de que uno es orgulloso. Y este
paso no es pequeño... Si piensas que no eres vanidoso, es que eres vanidoso de
verdad” (Cfr. Mero Cristianismo, p.
141).
El hombre actual se considera con todos los derechos pero sin
obligaciones, y a veces desconoce que, si está bautizado, tiene un llamado a la
santidad. ¿Por qué es importante hacer conciencia de la llamada recibida en el
Bautismo? Porque un santo importa a Dios más que cientos o miles de tibios, por
eso hemos de tener el ideal de ser santos en las ocupaciones más ordinarias de
cada día. Puede dar miedo plantearse ser luchar por ser santos porque se sabe
que los santos han pasado por pruebas de todo tipo, y paradójicamente, a pesar
del dolor han vivido con alegría.
San Pablo nos dice: Luchamos en medio de la honra y de la deshonra, en
calumnia y en buena fama; como impostores siendo veraces; como desconocidos
siendo bien conocidos; como moribundos, y ya veis que vivimos; como castigados,
pero no muertos; como tristes pero siempre alegres; como pobres pero enriqueciendo
a muchos; como quienes nada tienen, aunque poseyéndolo todo (2ª Corintios
6, 8-10). Y añade: “La leve tribulación de un instante se convierte para
nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente” (2ª Cor 4, 17).
San Pedro también comparte su experiencia cuando escribe: “No se
sorprendan del fuego de persecución que ha surgido que ha prendido por ahí para
ponerlos a prueba, como si les sobreviniera algo nunca visto. Al contrario,
alégrense de compartir ahora los padecimientos de Cristo, para que, cuando se
manifieste su gloria, el júbilo de ustedes sea desbordante” (1ª Carta, 4,
7-14).
Muchos deseamos atraer la benevolencia divina ¿pero cómo? El Papa
Benedicto XVI dice: “Toda prueba aceptada con resignación es meritoria y atrae
la benevolencia divina sobre la humanidad entera” (Mensaje para la 14ª Jornada
mundial del enfermo, 11-II-2006). Ahora bien, hay que pedir al Espíritu Santo
saber discernir “entre la prueba, que
nos hace crecer en el bien, y la tentación,
que conduce al pecado y a la muerte” (CCEC, n. 596).
Los primeros cristianos pasaron por muchas pruebas: de incomprensión,
persecución, maledicencias..., y las llevaron con alegría porque se acordaban
de que Jesús dijo: “Bienaventurados cuando los injurien, los persigan y digan
cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque
su premio será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron
a los profetas que vivieron antes que ustedes” (Mateo 5, 11-12).
Se trata entonces, de edificar nuestra vida sobre cimientos sólidos,
para no ser arrebatados cuando brame el vendaval o las olas furiosas del
enemigo. Por eso Jesús dijo: “El que escucha estas palabras mías y las pone en
práctica, se parece a un hombre prudente, que edificó su casa sobre roca. Vino
la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos y dieron contra
aquella casa; pero no se cayó, porque estaba construida sobre roca” (Mateo 7,
24-25).
El dolor es una flecha que apunta a Dios, pero a veces apunta a la
desesperación; la voluntad se subleva. El dolor subraya el tema de la
limitación. Hay situaciones en que el corazón humano se queda demasiado
pequeño, necesitamos pedir el amor de Dios para amar. Dios es cariño concreto,
contante y sonante.
Cuando se sufre una grave injusticia o una incomprensión hay que saber
que el Señor lo ha permitido para nuestro bien indudablemente. El hombre
de fe sabe que su vida no puede depender de las reacciones de los demás o de su
aceptación. Sabe que –como Newman-, cuanto más dones se tienen, más riesgos se
corren.
Los periodos difíciles son los mejores para atestiguar el valor de las
virtudes. Hay que contar con que la Cruz
es la regla, no la excepción.
La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el
sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son
probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran
escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten
comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo
(cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la
fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con
firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura
confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del
maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia,
permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
(Carta apostólica Porta fidei del Sumo
Pontífice Benedicto XVI, n. 15)
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