Epifanía: Adoración de los Reyes Magos
Cuando
salieron de su casa o palacio, todo el mundo les decía a los Magos que ese
viaje era una locura, suponía dejar su comodidad y su seguridad a cambio de
seguir una señal débil: una estrella, es decir, un destino incierto. Así es la
vocación.
San Mateo dice: “Habiendo
nacido Jesús en Belén de Judá durante el gobierno del rey Herodes, unos Magos
vinieron de Oriente y se presentaron en Jerusalén diciendo: ‘¿Dónde está el Rey
de los judíos, que acaba de nacer? Porque hemos visto en Oriente su estrella y
venimos a adorarle” (2,2). Los Magos se desconciertan cuando llegan a Jerusalén y nadie sabe que ha
nacido el Mesías. La
interpretación literal del texto del evangelio hace suponer que la estrella que
los guía, aparece, avanza y se oculta, hasta lucir de nuevo.
La
estrella
En el relato de San Mateo la estrella juega un papel
importante. Una noche, estos sabios,
tres según la tradición, Melchor, Gaspar y Baltasar[1],
descubrieron una estrella misteriosa que Dios hizo brillar ante ellos, y,
recordando los antiguos vaticinios, se dijeron: “He aquí el signo del gran rey;
vayamos en su busca”. Es una estrella que vieron en Oriente, pero que luego no
volvieron a ver hasta que salieron de Jerusalén camino a Belén, se mueve
delante de ellos en dirección norte-sur. La estrella que conduce a los magos
simboliza al mismo Jesucristo, la luz increada que ilumina a todos los hombres
y los transforma.
La gente sale a la calle para ver pasar la regia
comitiva. A la escena exótica se junta una pregunta desconcertante “¿Dónde está el nacido rey de los judíos?”.
(Mt 2,2). Se turbó Herodes y, con él, toda Jerusalén. Ante la grandeza de Dios
no faltan personas que se escandalizan; porque no conciben otra realidad que la
que cabe en sus limitados horizontes. Mientras
los magos estaban en Persia -escribe San Juan Crisóstomo- no veían sino una estrella; pero cuando
abandonaron su patria, vieron al mismo sol de justicia.
Informes
de Herodes
Según el testimonio del historiador Flavio Josefo,
Herodes tenía una red de espías, que son los que le informan de la llegada de
los Magos. Llama, pues, a los pontífices y a los escribas, es decir, a la
sección del alto consejo, que le servía de norma de interpretación de la
Escritura. Cuando le dicen que el Rey de los judíos debe de nacer en Belén, la
respuesta debió calmar un poco las suspicacias de Herodes, pues no era fácil
que en Belén, población de poca importancia, hubiese una familia tan ilustre
que pudiese disputarle la corona. Creyó que lo más conveniente sería disimular “y llamó en secreto a los magos” (Mt
2,7). Después de agasajarlos hipócritamente, los despidió con una
recomendación: “Id e informaos bien de
ese Niño. En cuanto le hayáis encontrado, hacédmelo saber, pues también yo
quiero ir a adorarle” (Mt 2,8). El colmo de su sagacidad está en querer
convertir en espías y delatores a aquellos nobles extranjeros que se confiaban
a él.
Los
Magos quedan perplejos cuando aparece de nuevo la estrella y se detiene en un
lugar pobre de Belén, en un pesebre donde sólo hay gente sencilla. Se dieron
cuenta de que ese Dios de infinita majestad nace en un lugar donde comían y
descansaban los animales.
De lo que dice San Mateo se desprende que los Magos
pasaron en Belén, por lo menos, una noche. Presentaron sus regalos, como lo
exigía la etiqueta oriental. El oro, debió constituir una ayuda providencial
para la pobreza de la Sagrada Familia.
Sus cofres se llenaron de algo más valioso que lo que
llevaban: La fe en Jesús, el verdadero camino de la vida.
La visita de los Magos pone de manifiesto el alcance
universal de la misión de Cristo, que viene a realizar una tarea que afecta no
sólo a Israel, sino a todos los pueblos. Jesús es el Emmanuel anunciado por
Isaías y los demás profetas. La presencia de los Magos fue una ráfaga de gloria
sobre la infancia de Jesús.
La mística italiana, Luisa Picarreta, nos comunica que
Jesús Niño, les obtuvo a los Magos tres efectos: Con el amor obtuvieron el desapego de ellos mismos, con la belleza obtuvieron el desprecio de las
cosas terrenas, y con la potencia quedaron
sus corazones unidos al Niño y obtuvieron el valor de arriesgar la vida y la
sangre por Él (cfr. Libro del Cielo,
4,46).
Un poeta contemporáneo escribe: Al principio Dios
quiso poner un pesebre y creó el universo para adornar la cuna. “
[1] Los Magos aparecen por primera vez con nombre en un manuscrito
del siglo VII, que se encuentra en la Biblioteca Nacional Francesa. En el siglo
IX son nombrados como Melchor, Gaspar y Baltasar en un mosaico de Rávena (MIGNE
II, 14).
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