Vivimos una batalla espiritual donde necesitamos unos de otros

 


Los grandes santos sociales fueron también los grandes santos eucarísticos. Mencionemos tres ejemplos tomados al azar: Primero, la amada figura de San Martín de Porres (fray Escoba), nacido en 1569 en Lima, Perú, hijo natural de una madre negra y de un español. Este santo vivió de la adoración a la Eucaristía. Pasaba noches enteras en oración, en tanto que, durante el día, cuidaba sin cansancio a los enfermos y a los rechazados por la sociedad con quienes él, como mulato, se identificaba en sus orígenes.

Luego está José de Veuster, conocido como el Padre Damián de Molokai (Hawaii). José nació el 3 de enero de 1840, cerca de Lovaina (Bélgica). En las lejanas islas de Hawaii apareció la lepra en 1860, y, en aquellos años, no se conocía su curación. El gobierno aisló a los enfermos y los embarcaba hacia la isla de Molokai. José aprende la lengua canaca y, ocho años después de su ordenación, se dirige a Hawaii donde sabe de la degradación de las condiciones de vida de la leprosería. En Molokai reciben a los recién llegados con una sentencia: En ese lugar no hay ley. La angustia y la desesperación acompañaban a la enfermedad.

Un periódico hawaiano, el Nohou, pie que vaya un sacerdote. Especifica que el que vaya no podrá salir de ahí. Damián se ofrece, y el 10 de mayo de 1873 llega acompañado de cincuenta enfermos. En esa isla viven 800 leprosos, sin médico. El Padre Damián comparte su comida con los leprosos, construye carreteras, tomas de agua, cementerios y sepulta a un promedio de dos personas cada quince días. Después de celebrar la Santa Misa atiende enfermos. El secreto de Damián es vivir como Jesús, imitarlo. ¿De dónde sacaba la fuerza? De la adoración diaria ante el Santísimo. En el verano de 1884 supo Damián que era leproso. Todavía vivió cuatro años más entre los leprosos. Murió el 15 de abril de 1889.

En el siglo XX tenemos a la Madre Teresa de Calcuta quien, junto con las hermanas de la Caridad, atendía a enfermos incurables, agonizantes y a los enfermos que nadie quería atender. Luego ingresaron a su Orden varones que también se dedican a cuidar a los más pobres de los pobres. Al comenzar el día dedican una hora a adorar al Señor en el Sagrario pues sino, no tendrían la capacidad de consolar a los enfermos.

“El hombre es un ser social por naturaleza”, decía Aristóteles, porque necesitamos de los otros para sobrevivir, y porque llevamos dentro el afán de ayudar a los demás, de confortar a los más débiles y de compartir nuestro pan con el hambriento. Pero el hombre actual es egoísta y con frecuencia se olvida de los demás.

“El Amor no es amado”, decía Francisco de Asís en el siglo XIII, y nos lo podría decir hoy a los hombres del siglo XXI, porque estamos en la era de la infidelidad, del desamor. Jesús no encuentra, entre los varones, modelos que se asemejen a Él. No se conoce a Dios como Padre porque no se le puede asemejar a nada de la tierra. Hemos pervertido nuestros amores santos. El amor es el que salva; pero muchas veces preferimos el pecado (cfr. El triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, p. 556. www.vdcj.org).

¿Y qué es lo que Dios me pide? Ciertamente conversión, cambio, una mejora notable. Primero tenemos que dar la batalla dentro de nosotros. Hay que desbancar al demonio de nuestra alma. Tenemos que impedir que el Enemigo se vuelva poderoso. ¿Y cómo lo puedo lograr? Pasando ratos rezando delante del Sagrario, siendo almas consoladoras del Sagrario, de la Eucaristía. Necesitamos apagar la sed de Jesús llevándole a muchas personas a orar frente a Él. Aunque sólo sea un pequeño rato al día, hay que estar postrados delante del Sagrario, así cambiarían nuestros horizontes (cfr. Ibidem p. 557).

Jesús no quiere que caminemos este camino solos, quiere que nos acompañen San Juan y las tres Marías rumbo al Calvario. El camino cuesta, pero es gozoso porque Jesús ha resucitado.

Nuestra Madre, Santa María, quiere formar un Ejército comprometido con Jesús para que esté listo al comienzo de la Gran Batalla, que lo marcará la abolición de la Eucaristía (cfr. Ibidem, p. 563).

Ante esta batalla espiritual, Jesús nos podría decir: Haz correr mi Sangre sobre México, hasta empaparlo. Mezcla con ella la sangre de los mexicanos, para que su purificación sea infinita. Ofrece también la tuya al Padre, y haz todo esto con la alegría del amor.

Para tener un corazón puro, donde no quepa el odio ni las malas obras, hay que pedir a Dios un corazón semejante al de Santa María.


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