Hace años viajé a la ciudad de León, Guanajuato, abordando un autobús
desde la Ciudad de México. Al subir, observé que el vehículo estaba casi vacío,
lo que me hizo pensar que podría leer a gusto durante horas, y en ello estaba
cuando apareció en la puerta un hombre alto, moreno, fornido, de bigote,
vestido de traje y corbata, quien con calma, recorrió su mirada entre los pocos
pasajeros, y sin más, se dirigió a mí preguntándome: ¿Es usted sacerdote?
He de aclarar que no me
extrañó que hiciera esa pregunta pues suelo vestir con ropa clerical. Por lo
que confirmé su astuta deducción: Si señor, para servirle. Ante lo cual él
continuó diciendo: Pues usted y yo haríamos una buena pareja. Pensé
contestarle: Perdone usted, pero yo no bailo con
desconocidos, sin embargo preferí preguntarle: ¿Por qué? y él respondió: Soy
policía, mientras abría su saco enseñándome una pistola.
Después de esa poco común presentación, me preguntó si tenía
inconveniente en que se sentara junto a mí y le respondí que por supuesto, pues
para ser sinceros siempre me ha gustado la aventura, sobre todo si viene
armada. Así pues, dio inicio una amena conversación y una larga y grata
amistad.
Aquella era la primera vez en su vida que mi nuevo amigo platicaba con
un sacerdote. Indudablemente estaba yo junto a un hombre práctico, pero también
ante un ser humano acostumbrado a usar la inteligencia. No era un patán, ni un
asesino con placa oficial. Era, en el estricto sentido de la palabra, un
profesional.
En su existencia no todo había sido fácil, ni grato. Por ejemplo, en una
ocasión me contó que había perdido el control cuando le asignaron la captura de
un vendedor ambulante, quien vendía en la puerta de las escuelas secundarias:
jícamas, naranjas, pepinos... pero “con droga”, y éste era su verdadero
negocio. Cuando dio con él, (aquí le cedo la palabra): “Le pegué hasta que se
me cayó la pistola de la mano”.
Por hechos como éste, me dio gusto saber del propósito de exigir, a los
aspirantes a la policía judicial, la carrera de Leyes. Pero tratemos de ser
objetivos para no caer en la ingenuidad de pensar que un título de abogado, o
unos cursos de Ética en la academia de policía, bastarán para sustituir por
completo la jerarquía de valores de unos adultos que se desempeñan en ambientes
llenos de sobornos, extorsiones, compadrazgos, privilegios, omisiones y
silencios encubridores.
La Ética; el espíritu de servicio; el amor a la verdad y a la justicia;
se maman junto con la leche materna, es decir, se aprenden en el hogar. Por lo
tanto, si queremos una mejor impartición de justicia, orquestada por
funcionarios públicos en todos los niveles; al igual que empresarios con una
sincera preocupación social; además de jefes de compras en todas las empresas
que no privilegien a los proveedores que les den sus regalos; ni medios de
comunicación que lucren con las miserias humanas, el escándalo y la
pornografía; lo mismo que secretarias y enfermeras honestas y respetuosas…;
habrá que seguir insistiendo en el hogar por fomentar las sanas virtudes, empezando
por el ejemplo de los padres.
www.padrealejandro.org
Alejandro Cortés González-Báez
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