El veneno de la calumnia
Las
palabras son sólo ruido si no nos dicen nada. Las palabras son algo peor que un
ruido si nos enseñan mentiras.
Las calumnias son mentiras contagiosas. Basta una ironía, una insinuación, una conjetura,
un artículo o un libro, y se construye una historia falsa en la que algún
"pobre hombre" queda pintado como un loco, un criminal, un maníaco o
una reencarnación de la maldad. La mentira pasa de boca en boca, rápido, como
un fuego que no puede detenerse. Tal vez pasa luego al escrito, a la prensa, a
la historia, y dura por meses, años o, incluso, siglos...
Hay personas que tienen la lengua fácil. Suponen delitos en todos, en las
personas y en los grupos, en las razas y en las religiones. Basta que alguien
tenga suerte en los negocios, para que susurren que debe haber robado. Si un
político vence las elecciones, habrá comprado muchos votos. Si un sacerdote es
conocido por sus buenas homilías, seguro que debe tener alguna amante escondida
en las oficinas parroquiales. Si una señora bien parecida sale todas las tardes
a pasear con su marido, alguno no tarda en insinuar maliciosamente que por las
mañanas seguramente se ofrecerá a su jefe de trabajo para servicios no muy
mecanográficos.
La maledicencia es como un mundo oscuro
que ve el mal donde no se encuentra, y se ciega para ver cualquier forma de
bien. No entiende de valores, ni de heroísmo, ni se santidad. El murmurador
salpica todo lo que pueda ser bueno a su alrededor para que el mundo se vista
de tinieblas, egoísmos y bajezas. Nadie puede ser bueno para el murmurador,
quizá porque el ladrón piensa que todos son de su condición...
El murmurador no puede ser un hombre feliz. Su lengua ponzoñosa refleja una
envidia profunda, un fracaso existencial, una amargura de quien no soporta ver
a alguien que pueda vivir honestamente en su trabajo y en su familia. La
Escritura no puede ser más clara ante este pecado: "Pero si tenéis en
vuestro corazón amarga envidia y espíritu de contienda, no os jactéis ni mintáis
contra la verdad. Tal sabiduría no desciende de lo alto, sino que es terrena,
natural, demoníaca. Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí
hay desconcierto y toda clase de maldad" (St 3, 14-16). San Agustín nos
recuerda que la envidia es el "pecado diabólico por excelencia". San
Gregorio Magno, por su parte, muestra la relación entre envidia y maledicencia:
"De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría
causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad".
Nadie quisiera ser tan miserable. Todos podemos serlo un poco si acogemos y
aceptamos esas semillas de muerte que va sembrando, aquí y allá, el murmurador
con sus mentiras. No es fácil cortarle las alas, pero podemos, con un poco de
prudencia y un mucho de valor, detener el daño de su lengua. No divulgar ni una
sola palabra de crítica a nadie si notamos que se trata de una simple
suposición o conjetura. Dejar que el veneno quede ahí, sobre el suelo, ante
nuestra indiferencia: no queremos ser cómplices de los que viven para denigrar
a los demás.
El murmurador vive para despreciar y
odiar. No sabe lo que es amar, ni ha entrado nunca en el Evangelio. Dios
puede salvarlo de sus bajezas, si reconoce su pecado, confía en Dios y repara
en público el daño que haya podido ocasionar con sus mentiras y sus
insinuaciones maliciosas.
Nunca es tarde para el cambio. Siempre es tiempo para amar, para vencer el mal
a fuerza de bien (Rm 12, 21). No es fácil, ciertamente, ofrecer amor y
misericordia al que ha calumniado y ha quitado, con sus bajezas, con su lengua
miserable y traicionera, la fama y el honor de otros, tal vez nuestra propia
buena fama... Pero sólo venceremos el mal de la envidia y la calumnia con la
fuerza del perdón y de la misericordia. Entonces, sí, seremos de verdad
cristianos, y no nos faltará la felicidad que nos promete Jesucristo:
"Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos,
porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera
persiguieron a los profetas anteriores a vosotros" (Mt 5,11-12).
Autor: Fernando Pascual
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