Experiencia de Dios
La experiencia
cristiana se refiere en concreto a un conocimiento de Dios y del misterio salvador,
logrado por el contacto de alguna manera inmediato con esas realidades.
Comporta una dimensión práctica, y así puede decirse que “es la vida cristiana
en ejercicio” (A. Guerra).
Jesús
le dijo a Faustina Kowalska: “No quiero castigar a la humanidad dolorida, pero
deseo sanarla, presionándola contra mi Corazón Misericordioso. Yo uso el
castigo cuando ellos mismos me obligan a hacerlo; Mi mano se resiste a empuñar
la espada de la justicia. Antes del Día de la Justicia envío el Día de la
Misericordia. Prolongo el Día de la Misericordia por amor a los pecadores.
¡Pero ay de ellos si no reconocen este tiempo de mi visita!” (Diario, n. 1261).
Abraham, Moisés,
David, Amós, Isaías, Jeremías, ... han tenido en su llamamiento una inefable
experiencia de Dios, que se convierte en ellos en una realidad vital más
importante que ellos mismos. Ha sido una experiencia transformante, inseparable
de su vocación y de su misión.
La experiencia del
Dios vivo se continúa en el Nuevo Testamento en la experiencia que los
discípulos hacen de Jesús y con Jesús. Estas vivencias culminan en la
experiencia de la Resurrección.
La fe posee una
tendencia intrínseca a la experiencia y a la visión mística, que es como la antesala
y la anticipación de la visión bienaventurada. San Pablo tuvo su propia
experiencia, y luego escribe: “No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en
mí” (Gal 2,20).
Hacia
el año 988, según la «Crónica de Néstor», llamada también «Crónica de los tiempos
antiguos» (o incluso «Crónica de Radziwill»), Vladimiro, Príncipe de Kiev,
envió legados a diversos pueblos para que comprobaran qué clase de culto
religioso rendían a Dios, y ver así cuál de ellos escogería. Los legados fueron
a los búlgaros (= del Volga), musulmanes, y volvieron consternados de lo que
hacían en las mezquitas. Fueron luego a los germánicos, cristianos latinos, y
encontraron que su culto era frío, sin sentimiento. Finalmente, se dirigieron a
Constantinopla, donde les recibió el Emperador. Éste se alegró y, poniéndose en
contacto con el Patriarca, le avisó: «Los de Rus (= los de Kiev) han venido a
indagar acerca de nuestra fe. Disponed el templo y a los ministros del Señor y
revestíos con vuestras vestiduras sacerdotales para que puedan ver la gloria de
nuestro Dios», El Patriarca convocó a los ministros del Señor y, según la
costumbre, celebraron un Oficio festivo. Prendieron los incensarios y
convinieron con el coro para que entonara los cánticos de la himnodia sagrada.
El Emperador entró con los Legados en el templo y los situó en un lugar
abierto, mostrándoles la belleza del edificio, el canto y el culto que los
sacerdotes, diáconos y ministros rendían al Señor; les habló del servicio
divino. Los Legados quedaron profundamente asombrados y se maravillaron de los
divinos Oficios. A su regreso a Kiev dijeron a Vladimiro que lo que habían
contemplado en Constantinopla no podía expresarse fácilmente en palabras, y
que, durante la celebración litúrgica “no sabíamos si se estábamos en el cielo
o en la tierra. Nunca hemos visto tanta belleza (...) No podemos describirlo,
pero esto es lo que podemos decir: allí Dios habita entre los hombres”.
La
experiencia de los legados del príncipe Vladimiro de Kiev no se ha extinguido,
sigue siendo actual. También hoy, las celebraciones litúrgicas son para muchos,
momentos intensos.
Dios es mayor
que cualquier experiencia que podamos hacer de Él. El don divino es
infinitamente superior a la capacidad humana de acogerlo. Es Dios quien lleva
la iniciativa, y así podemos considerarle más sujeto que objeto de nuestra
experiencia. De nada sirve buscarla si Dios no la concede graciosamente según
su amor y beneplácito. Es la enseñanza de la Escritura, donde Dios se
manifiesta a los personajes bíblicos antes
de que expresen el deseo de experimentarle. En esa experiencia, Dios desborda
cualquier expectativa humana, y desbarata cualquier plan preconcebido.
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