Dios crea al hombre para que entre en relación con Él
Nuestra acción debe estar dirigida a despertar en todos,
empezando por nosotros mismos, la llamada que Dios ha puesto en nuestro
corazón.
¿Para
qué crea Dios? Dios crea el mundo por amor, para comunicar su bondad. Dios ha
creado al hombre como su interlocutor, y el Señor sabe que el ser humano tiene
respuestas propias. Junto al don de la creación Dios ha dado al hombre el don
de su amistad. San Agustín ha expresado de una manera genial esta realidad en
sus Confesiones: “Nos creaste Señor
para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”.
Joseph
Ratzinger dice que: “La creación se hizo para ser espacio de oración. Podemos
decir: Dios ha creado el mundo para iniciar con el hombre una historia de amor”.
Para este autor, la creación es un dogma olvidado. Ratzinger afirma que el problema actual es un
problema de falta de razón, más que de falta de fe.
Tratar
sobre la creación reviste una importancia capital; se refiere a los fundamentos
mismos de la vida humana y cristiana. Las cuestiones sobre el origen y el fin de la vida humana son decisivas para el sentido y orientación de nuestra vida.
“En el principio era el Verbo”
dice San Juan. Todo lo que hay, ha sido hecho conforme al pensamiento de Dios.
La Palabra de Dios se nos revela como algo personal. En esa Palabra de Dios se
hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría, todos los secretos de las
ciencias, todas las formas de las artes, todo el saber de la humanidad. Pero
este saber, comparado con la Palabra, es solamente la sílaba más insignificante.
( Cfr. Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Herder, Barcelona 1959,
p. 22s.)
Con todo,
el interés por los orígenes va más allá. “No se trata sólo de saber cuándo y
cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más
bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el
azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien un Ser trascendente, inteligente
y bueno, llamado Dios” (CEC, 284).
Lo
específico, lo importante del hombre, es que recibe la vida de Dios. Dios toma
barro, modela al hombre y recibe el aliento del mismo Dios. Benedicto XVI dice:
“Lo esencial de esta imagen es la dualidad de la persona. Muestra tanto su
pertenencia al cosmos como su relación directa con Dios” (Dios y el mundo).
Ser
imagen de Dios significa que el hombre es un ser de la palabra y del amor. El
hombre es un ser capaz de pensar en Dios, capaz de orar, afirma Ratzinger. El
hombre es la criatura que puede llegar a ser uno con Cristo. Aún no ha llegado a ser él mismo, está en
tránsito.
¿En qué consistió el pecado original?
El
tentador dice: ¿Conque os ha mandado Dios
que no comáis de los árboles todos del paraíso? Y respondió la mujer a la
serpiente: Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto que
está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: ‘No comáis de él, ni lo toquéis
siquiera. No vayáis a morir’. Y dijo la serpiente a la mujer: ‘No moriréis; es
que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como
Dios, conocedores del bien y del mal’.
Luzbel
falsea la verdad de lo que Dios ha dicho, introduce la sospecha sobre las
intenciones y planes divinos y, finalmente, presenta a Dios como enemigo del
hombre. El hombre, tentado por el
diablo, dejó morir en su corazón la
confianza hacia su Creador y, abusando de su libertad, desobedeció al
mandamiento del Señor (CEC,
n. 397). En adelante todo pecado será
una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.
El árbol
es un símbolo que significa su límite infranqueable. El hombre no debe
pretender ser como Dios. Sólo Dios es la verdad y la Bondad absolutas, en quien
se mide y desde quien se distingue el bien del mal. Sólo Dios es el Legislador
eterno, de quien deriva cualquier ley en el mundo creado, y en particular la
ley de la naturaleza humana.
El relato
continúa: “Vio, pues, la mujer que el fruto era bueno para comerse, hermoso a
la vista y deseable para alcanzar por él la sabiduría, y tomó de su fruto y
comió y dio también de él a su marido, que también con ella comió”. Entonces
“se abrieron los ojos” de ambos y “vieron que estaban desnudos”. Y cuando el
Señor Dios “llamó al hombre, diciendo: ¿Dónde estás?, éste contestó: Temeroso porque estaba desnudo, me escondí”
(Gén 2, 9-10). El hombre ha perdido ahora el fundamento de su alianza con Dios.
El
respeto de la libertad creada es tan esencial que Dios permite en su
providencia incluso el pecado del hombre. Podemos deducir, pues, que a los ojos
de Dios era más importante que en el mundo creado hubiera libertad, aun con el
riego de su mal empleo, que privar de ella al mundo para excluir de raíz la
posibilidad del pecado.
Consecuencias de todo pecado es que los ojos del alma se embotan;
la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios; la
inteligencia se considera el centro del universo y se entusiasma ante el
“seréis como dioses”. “Pero la fuerza de Dios está en el amor a los hombres extraviados. Quiere
otorgarles misericordia, perdonarlos, hacerlos felices” (Josefa Menéndez).
Toda la historia humana está marcada por el pecado original (CEC, n. 390). Santo Tomás de Aquino
dice: En Adán peca el hombre y afecta a todos los hombres, porque la naturaleza
del hombre es una. Esto presupone la solidaridad de todo el género humano en una
misma naturaleza. En Adán, todo el género humano se encontraba presente, en
cierto modo. El Concilio de Trento, en el siglo XVI, tuvo que tratar con
detalle este tema, ya que para los reformadores (protestantes), el hombre
después del pecado original estaría “radicalmente pervertido y su libertad
anulada” (cfr. CEC, n. 406).
Comentarios
Publicar un comentario