Enfermera narra lo que no dicen los libros
La
enfermera Amaya Martínez Gómez, de Bilbao, dio su testimonio de cuando trabajó
en una clínica para hacer abortos. Narra lo que los libros no cuentan y es lo
siguiente: Cuando el bebé siente que algo pasa en su ambiente percibe que
aumenta el latido cardiaco de su mamá y también aumenta el suyo por ansiedad.
A
las madres que van a abortar se les prohíbe mirar el ecógrafo, porque se distingue
a un bebé con vida. El ginecólogo se pone un mandil de carnicero para que los
restos humanos no le salpiquen. Cuando un instrumento penetra en la vagina, el
bebé se defiende, corre desesperadamente buscando un lugar donde esconderse,
pero no lo halla. Se meten unos hierros cuya longitud y de grosor dependen del
tamaño del bebé. Esos hierros desgarrarán el cráneo, pecho, tórax y demás; no
es rápido. Luego se introduce una aspiradora que succiona con fuerza el resto
del cuerpecito.
Los
restos de los niños se echan al cubo, es como una fosa común, que luego se
vacía a un triturador. Yo vaciaba el cubo con atención y vi un pie. Se lo dije
a una compañera, y ella contestó: “¿Quieres seguir trabajando aquí?... Entonces
eso no es un pie, es un coágulo”. Entonces me hice voluntariamente ciega a la
realidad que veía, porque yo quería conservar mi trabajo.
La
consecuencia es la destrucción de la mujer en todos los planos. El shock
postaborto no puede sanar fácilmente porque las heridas son tan profundas se
requieren terapeutas y confesores para curar. Mientras no hay sanación, la
mujer se siente basura. Muchas madres relatan que estando a solas oyen llorar
al que creen que es su hijo.
Hay
mujeres que no encuentran la paz y consuelo porque no saben dónde están sus
hijos. Y a eso se añaden los efectos biológicos y físicos: desgarros,
infertilidad, frigidez. No han matado unos óvulos, han matado a una persona.
Sólo hay uno que salva y sana almas, Jesús de Nazaret.
Yo
anhelaba cambiar el mundo de las mujeres. ¿Cómo explicárselo a mi esposo si él
no sabía lo que yo hacía? Me daba miedo la reputación. Me preguntaba: “¿Y si no
vuelvo a encontrar otro trabajo? Ellos son poderosos y pueden bloquearme.”
Mi
entendimiento y mi corazón se oscurecieron. Yo era como un muerto que no ve ni
siente, me endurecí. Así caminé mucho tiempo. Mis jefes vieron mi talento y me
dieron un cheque para poder estudiar fisioterapia. Me dieron una beca para
estudiar en Barcelona. Saqué muchas matrículas de excelencia. Me creí Dios, yo
había logrado sacar todo sola. Empecé a hacer alta montaña, me gustaba
probarme. Me hice budista. Nadie sabía de dónde venía mi dolor. “Sólo tenía que
desapegarme del sufrimiento”, me decían.
Me
ofrecieron un trabajo en Nepal de un mes, ya que necesitaban a una persona con
mis características, para hacer trabajo de rescatista y practicar como
fisioterapeuta. Viajé para allá. Estaba en un cruce de calles y en eso pasaron
dos Hermanas de la Caridad, Orden de Teresa de Calcuta. Una de ellas me pidió
que fuera a una dirección determinada a las 6 a.m. Me entró curiosidad. Al día siguiente
allí estaba yo. Vi a nueve Hermanas de la Caridad en oración. Y allí empieza la
historia de amor más hermosa. Una voz masculina me dijo con ternura:
“Bienvenida a casa. ¡Cuánto has tardado en amarme!”. Sentí un dolor inmenso,
sólo podía llorar y pedir perdón. Sentí el dolor del Corazón de Jesús por mis
pecados. Empecé a sentir que toda esa porquería se iba fuera. Sentí la
redención sobre mí, cómo el Cordero de Dios me estaba perdonando. No resistí,
me rendí al amor. Estas manos fueron lavadas con esa Sangre. Me dijo: “No
importa nada lo que ha sucedido hasta ahora, importa lo que suceda de aquí en
adelante, juntos, siempre juntos. Hay que regresar, te quiero allí, regresas
llena de misericordia y de amor”.
Me
quedé tres meses más en Nepal. Dios me invitó a caminar en la fidelidad. Ese es
el puesto de guerra, mantenerse con Dios, en fidelidad. Y toca amar
incondicionalmente a todos: a Dios y a los demás. Sólo les digo una última
cosa: Que de México saldrá la luz de la verdad para el mundo entero. ¡Anímense!
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