Apostasía y paganismo

 


Todos hemos observado una familia unida, feliz, que de pronto se disuelve y se aleja de Dios, y esto se repite. ¿En qué consiste la apostasía? En resumen consiste en dejar la práctica de la fe. En las últimas décadas hemos visto la contraofensiva del paganismo, del racionalismo, del relativismo. Muchos bautizados han abandonado la fe de sus padres. Muchos católicos dejan de ir a Misa los domingos y muestran cierta indiferencia hacia la religión. Vemos confusión moral y doctrinal y la aparición de falsos profetas.

En la Iglesia notamos faltas de unidad con el Romano Pontífice y “católicos” que disienten públicamente de las enseñanzas de la Iglesia. La apostasía se refleja claramente en el abandono de la devoción a la Eucaristía y a la Virgen María.

Se puede observar una gran confusión en el mundo. Muchas personas son seducidas por doctrinas orientales e ideologías extranjeras, como la perspectiva de género. La apostasía es como un cáncer que debilita a la Iglesia. La frialdad espiritual y comunitaria se extiende, y cobran fuerza los corruptos.

San Pablo lo describió hace dos mil años: “En los últimos días se presentarán tiempos difíciles. Pues los hombres serán egoístas, codiciosos, arrogantes, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, crueles, implacables, calumniadores, desenfrenados, inhumanos, enemigos del bien, traidores, temerarios, envanecidos, más amantes del placer que de Dios, guardarán ciertos formalismos de la piedad pero habrán renegado de su verdadera esencia. Algunos de ellos se meten en las casas y cautivan a mujerzuelas cargadas de pecados y arrastradas por todo tipo de pasiones” (2 Tim 3, 1-6).

Se esperaba con optimismo una época luminosa después del Concilio Vaticano II. Miles de católicos creyeron lo que dijeron los observadores contrarios a las enseñanzas de la Iglesia. La gran apostasía había comenzado.

Años después de la clausura del Concilio Vaticano II, Paulo VI se planteaba: “Se creía que, después del concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Una potencia hostil ha intervenido… El humo de Satanás ha entrado por alguna fisura en el templo de Dios” (29 junio 1972).

Después, refiriéndose a las publicaciones de algunos teólogos, Paulo VI comentaba: “Se separan se la enseñanza de la Iglesia y de la Biblia los que se niegan a reconocer la existencia del diablo, o los que lo consideran un principio autónomo que no tiene, como todas las criaturas, su origen en Dios; y también los que lo explican como una pseudorealidad, una invención del espíritu para personificar las causas desconocidas de nuestros males”.

El cardenal J.L. Suenens enfatizó al final de uno de sus libros: “Me doy cuenta de que a lo largo de mi ministerio pastoral no he subrayado bastante la realidad de las potencias del mal que actúan en nuestro mundo contemporáneo y la necesidad del combate espiritual que se impone entre nosotros”.

Y es que, efectivamente, hay una conspiración del silencio sobre la existencia de los demonios (Gabriel Marie Garrone). Por eso, León Arthur Elchinger, quien fuera Obispo de Estrasburgo, dijo: “Creo en Lucifer porque creo en Jesucristo que nos pone en guardia contra él y nos pide combatirlo con todas nuestras fuerzas si no queremos ser engañados sobre el sentido de la vida y del amor”.

Santo Tomás de Aquino dice que la apostasía es el más grave de todos los pecados. “La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres”.

Pocos sacerdotes hablan de las postrimerías, de abstinencia y castidad. Se habla más de actualizarse y fomentar la paz que de Jesucristo. Se silencian mensajes clave del Evangelio. Se predican sólo pasajes del Evangelio que el hombre moderno puede aceptar, y se calla lo que puede resultar incómodo.

No faltan quienes adoran a Moloc, un ídolo fenicio. Son paganos.

Finalmente sabemos que la batalla la ganará Dios, pero mientras tanto se pueden perder muchas almas. ¿Qué podemos hacer? Lo primero es apartarse definitivamente del pecado y procurar estar siempre en estado de gracia. Luego, acercarse a los sacramentos que son los que nos dan fuerzas para la lucha de cada día y, finalmente, recuperar el amor a la Eucaristía y a la Santísima Virgen María. Ella ha pedido muchas veces que nos consagremos al Sagrado Corazón de Jesús y a Su Sagrado Corazón.


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