La convivencia de los hijos con los padres
Hay que fomentar la convivencia entre padres e hijos: sólo así se da una
verdadera transmisión de valores. El niño aprende a ver el mundo como lo ven
sus padres.
Sus recuerdos más vivos coinciden con los
pasatiempos que pasaron al lado de sus papás: cuando fueron a un restaurante,
cuando reparaban la bicicleta, cuando iban de paseo o a nadar, cuando el padre
recitaba una poesía, etc.
Un señor presentó a su hija una lista con 10
posibles actividades: cine, armar rompecabezas, futbolito, parque de
diversiones, paseo en canoa, boliche, etc. La niña escogió: «día de campo en el
parque». Lo más valioso para los niños no es el costo económico de una
diversión, sino la convivencia con sus
padres. Incluso, cuando desean ir a un parque de diversiones, muchas veces
es porque estarán con papá y con mamá.
Hay quienes se preguntan la razón de porqué
sus hijos no se comunican con ellos para contarles sus preocupaciones,
inquietudes, alegrías, éxitos, fracasos, deseos, anhelos. Y es que muchas veces
no se preocupan por aprender a escucharlos. Es necesario saber oír y entender
lo que quieren decir. Algunas madres dicen: “Yo estoy siempre disponible para
que me cuenten mis hijos lo que quieran, importante”. Si no ha sido capaz de escuchar las 99 menudencias que les ocupan con
cariño y paciencia, cuando llegue lo importante no se lo contarán.
¡Cuántos problemas se podrían solucionar si
aprendiéramos a callar y a escuchar, sin emitir un juicio de inmediato!
Un buen ambiente familiar se construye ladrillo
a ladrillo, a base de detalles, de comunicación entre los integrantes de la
familia. Donde hay solidaridad se sabe lo que le pasa a cada uno, al menos en
lo externo, respetando la intimidad de todos.
Un elemento perturbador de la comunicación
familiar es tener encendida la radio o la televisión varias horas al día. La
televisión “idiotiza” a las personas, las hace pasivas y hace que giren en
torno a sí mismas. En un hogar se deben de usar los medios de comunicación con
medida.
La hora de la comida y de la cena es tiempo
propicio para fomentar la comunicación, cuando está presente la mayor parte de
los integrantes de la familia. Es una ocasión de oro para que los hijos se
explayen, puedan ser escuchados y compartan lo que les alegra o preocupa. Las preocupaciones
compartidas se vuelven más ligeras y fáciles de solucionar.
Hay un adagio pedagógico que dice: “Quien no participa, no se integra”.
Por eso es tan importante que cada miembro de la familia tenga un encargo en la
casa: lavar platos, doblar la ropa limpia, cortar el pasto, sacudir la sala,
ayudar en la cocina, etc.
LIBERTAD:
En estos tiempos que corren se diría que la
libertad se tiene como el valor supremo. Sin embargo, no es así. Contra las
apariencias, la libertad —me refiero a la libertad personal, íntima, que es
dominio de sí, señorío sobre los propios actos— hoy, interesa muy poco. Más
aún, se huye de ella como del aceite hirviente.
El prestigioso catedrático de Psicopatología,
Aquilino Polaino, decía: Lo que se suele enseñar en las Universidades -salvo
excepciones- es que el hombre es un ser que procede del simio. Esta situación
es muy grave, porque supone que en los más altos niveles educativos de gran
parte de mundo no se sabe qué es el hombre. Sucede entonces que se identifica la libertad con el instinto,
la espontaneidad, la independencia, o cualquier otra fuerza indomable,
material, predeterminada por algún agente cósmico. La persona «ilustrada»
en esos centros o ambientes fácilmente se somete a sus instintos desquiciados
o, si no renuncia a la lógica del pensamiento, desespera de ser hombre e
incurre quizá en alguna forma de patología psíquica o mental (Antonio Orozco
Delclós).
La dignidad que se intuye en la persona,
implica necesariamente la libertad, entendida no como simple posibilidad de
optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por mí mismo lo que
he de hacer en cada momento para ser lo que quiero ser.
La libertad tiene otra cara como la moneda: la responsabilidad. Si elijo una cosa,
debo de saber que debo asumir también las consecuencias de esa elección. Si una
persona elige emborracharse y luego choca o se da un golpe en la cabeza, es
responsable del choque, pues eligió el alcohol, eligió perder temporalmente el
dominio de sí mismo.
El tema de las drogas es tema obligado con
hijos de 12 ó14 años, pues es necesario “vacunarlos” a tiempo y explicarles que
con la droga se les ofrece un paraíso artificial y falso, en el que pueden
echar a perder su vida. Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en
nombre de la libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso un
supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para concebir
insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para la humanidad.
Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se
convierten en atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros
de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen camino» a los adictos al
estupefaciente.
El mundo puede aplastar al hombre, pero —decía
Pascal—, aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe que está
siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora. Por eso incluso en
situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos y puede
optar por abandonarse a la abyección o por afirmarse en su humanidad.
Cuando se capta la propia libertad interior,
se entiende que el hombre, estando en el mundo, situado y condicionado por el
mundo, es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía San Juan de la
Cruz: «un sólo pensamiento del hombre
vale más que todo el mundo».
Comentarios
Publicar un comentario