“No hable: óigale”

 


En La fiesta judía de Pentecostés, los Apóstoles recibieron el don del Espíritu Santo. Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Aquel mismo día empezaron a predicar, y, cuenta la Escritura que se les unieron unas tres mil personas (cfr. Hechos, 2,41).

En el Bautismo se nos envía al Espíritu Santo, y en la Confirmación recibimos la plenitud de ese don de Dios.

El don de Dios no es una cosa, es una Persona. Cuando era muy joven San Josemaría su director espiritual le dijo: “tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale”. Allí entendió la importancia de la escucha, comprendió más la verdad de su presencia … Hay que entrenarnos en la difícil tarea de la escucha un día y otro. Tratar al Espíritu Santo es procurar escuchar su voz, quitando el ruido interno, cuidando el recogimiento. Nuestro corazón necesita distinguir y adorar a cada una de las divinas Personas.

En un mundo como el nuestro que pone el acento en el hacer humano, no siempre se tiene presente que la salvación es un don gratuito del Señor. Desde luego, el empeño que pongamos es importante, pero hay que reconocer que es Dios quien nos primerea, como dice el Papa Francisco.

No podemos pensar que los resultados provienen de nuestra capacidad de pensar y planear. Es Dios quien hace las cosas, y el Espíritu sopla donde quiere.

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza y de caridad; es dejar que Dios tome posesión de nosotros. Jesús les dijo a los Doce: “Él os enseñará y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Juan 14,26). El Espíritu Santo nos permite vivir según los designios de Dios, según su proyecto.

Descubrir al Paráclito

Santo Tomás de Aquino señala de manera general que es por el don de la caridad como el alma es asimilada al Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo es esencialmente amor. Es el Amor del Padre y el Amor del Hijo. El Padre nos ama en su Hijo con el amor con que ama eternamente a su Hijo. (Alexis Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas, p. 168).

En nuestra propia vida interior podemos reconocer la voz del Espíritu en una moción o en una luz que alumbra el camino o la propia vida. Más que de recibir gracias especiales, se trata de ser sensibles a lo que Dios nos quiere mostrar. ¿Cómo recibimos esta luz? De diversos modos, quizás al leer la Sagrada Escritura o algún libro de lectura espiritual, al asistir a la Santa Misa, al hacer oración, en la contemplación de la naturaleza, al charlar con algún amigo o al leer una noticia.

Dios no nos pedirá nada contrario a las enseñanzas de Jesucristo, tampoco nos sugerirá nada que sea pecado o se oponga a nuestra vocación. Por los frutos se conoce el árbol (crf. 7, 16-20). ¿Y cuáles son los frutos? San Pablo mención a que los frutos del Espíritu Santo son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad (magnanimidad y generosidad), la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia (cfr. Gálatas 5, 22-23). El Espíritu Santo produce paz en el alma; el demonio produce inevitablemente inquietud.

Sus dones del Espíritu son nueve, entre ellos está la capacidad de consejo, ciencia, poder de hacer milagros, discernimiento, don de lenguas, de inteligencia, magnanimidad, donde profecía.

La Carta a los Hebreos compara la esperanza con un ancla (cfr. Hebreos 6, 18-19). El ancla da seguridad y la vela, movida por el viento, hace caminar a la barca y avanzar en las aguas. Nosotros somos esa barca a la que el Espíritu sopla y, a veces, nos conduce a tierra firme y otras veces a alta mar. “Vivir pendientes del Espíritu Santo nos permite avanzar con la fuerza de Dios y en la dirección que Él nos sugiere” (Lucas Buch).

 

 

 


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