Confesión frecuente


 

Y yo, ¿qué le voy a contar mis cosas a un hombre? Dice la gente. ¡Tiene razón! Pero si Cristo lo dijo, las cosas cambian. No es un invento absurdo, e incluso humanamente tiene muchísimos beneficios. En la confesión no se realiza un diálogo humano, sino un diálogo divino: nos introduce dentro del misterio de la misericordia de Dios.

Un Viernes Santo (2013), el Papa Francisco fue a confesar. De pronto sintió que una voz interior le decía: “Y vos qué”. La oyó tres veces y decidió confesarse en viernes, aunque él lo suele hacer los sábados. Cerca había un señor francés que se asombró cuando vio que el Papa entraba al confesonario. Nunca había visto a un sacerdote confesarse, ¡y menos al Papa! Así que lo pensó un poco y decidió allí mismo hacer su confesión, después de muchos años de no hacerlo.

Una chica de mi prepa se fue a confesar: “mi hermano tal y tal...”. Al final le dice el sacerdote: Rezar un Avemaría por ti y un Rosario por tu hermano”. No vamos a acusar las culpas de las demás.

Nunca como hoy hay más propuestas para que el hombre se enamore del mundo. El demonio quiere que estemos 24 horas entretenidos.

Escribe el Cura de Ars: “Si dijéramos a los condenados que están en el infierno desde hace tiempo: Vamos a poner a un sacerdote a la puerta del infierno. Los que se quieran confesar, sólo tienen que salir, ¿quedaría alguien? Quedaría desierto, y el cielo se llenaría. ¡Tenemos el tiempo y los medios que ellos no tienen! (...) ¿Por qué los hombres se exponen a ser malditos de Dios?”. Y continúa: “Cuando vamos a confesarnos, debemos entender lo que estamos haciendo. Se podría decir que desclavamos a Nuestro Señor de la cruz. Algunos se suenan las narices mientras el sacerdote les da la absolución, otros repasan a ver si se han olvidado de decir algún pecado... Cuando el sacerdote da la absolución, no hay que pensar más que en una cosa: que la sangre de Dios corre por nuestra alma lavándola y volviéndola bella como era después del bautismo” (José Pedro Manglano, Orar con el cura de Ars, p. 44).

El problema esencial de toda la historia del mundo es ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente (Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, p. 98).

San Agustín dice: “Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don” (PL 38,1064).

El Señor quiere que los sacerdotes tengan un poder inmenso, quiere que cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra. Tienen un poder que no ha sido dado ni a los ángeles ni a los arcángeles. Dios sanciona allá arriba lo que los sacerdotes hagan aquí abajo (cfr. CEC, n. 983).

En su libro El secreto del Padre Brown, dice Chesterton: “No existe un hombre que sea realmente bueno mientras no sepa con exactitud cuan malo puede llegar a ser”.

Hay que considerar que la Penitencia o Confesión sacramental tiene una seriedad profunda porque restablece la pureza del Bautismo. Así lo dice el Pastor, de Hermas, compuesto en el género apocalíptico probablemente hacia la primera mitad del siglo II. Sobresale el tema de la penitencia y del perdón, que podía ser obtenido una sola vez después del bautismo, si uno se arrepentía sinceramente.

 

Resurgir

“Un solo día pasa el hombre sobre la tierra y sin embargo lo vive mal”, reza un dicho popular. Pues sí, muchas veces es necesario rectificar el rumbo. Michel Esparza escribe: “La experiencia muestra que quien confiesa a menudo sus pecados suele saber de qué confesarse, mientras que quien nunca lo hace no sabe de qué confesarse” (La autoestima del cristiano, p. 82). C.S. Lewis dice: “Cuando un hombre se va haciendo mejor, comprende con más claridad el mal que aún queda dentro de él. Cuando un hombre se hace peor, comprende cada vez menos su maldad” (Mero cristianismo, p. 108).

Isaías 1, 17 dice: “Aprendan a hacer el bien”. Dios nos ha rodeado de una serie de personas y circunstancias que son como un blindaje para que no cometamos pecados mayores.

Conviene que la confesión sea frecuente. A veces no queremos ir a la confesión, porque el cura es cascarrabias, porque no he hecho examen, porque hay algo que no quiero entregar o algo en que no quiero ceder..., en una palabra, porque nos gana la soberbia o la pereza.

Enseña Teresa de Calcuta: “Para muchos de nosotros existe el peligro cierto de olvidar que somos pecadores y que como tales hemos de recurrir al confesionario. Hemos de sentir necesidad de hacer que la Sangre de Cristo lave nuestros pecados”.

Razones para confesarnos:

1. Uno de los más grandes motivos de optimismo y alegría en nuestra vida es que todo tiene arreglo, incluso las peores cosas pueden terminar bien (como la del hijo pródigo) porque Dios tiene la última palabra: y esa palabra es de amor misericordioso. Hay que notar que Jesús vinculó la confesión con la resurrección (su victoria sobre la muerte y el pecado), con el Espíritu Santo (necesario para actuar con poder) y con los apóstoles (los primeros sacerdotes).

2. La Sagrada Escritura lo manda explícitamente: "Confiesen mutuamente sus pecados" (Sant 5,16). Las condiciones del perdón las pone el ofendido, no el ofensor. Es Dios quién perdona.

3. Porque en la confesión te encuentras con Cristo. Es un medio para darnos la gracia. Te confiesas con Jesús, el sacerdote no es más que su representante. Lo único que Dios me pide es que esté arrepentido del pecado cometido y que ahora, en este momento quiera luchar por no volver a cometerlo.

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