El sacramento de la Penitencia
La Penitencia es un sacramento de curación y de
salvación. Tiene una estructura
fundamental: Los actos del hombre que se convierte bajo el influjo del
Espíritu Santo, y la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia.
¿Se
me pueden perdonar los pecados sin la mediación del sacerdote?
Sí, si se hace un acto de contrición perfecta, pero como eso es muy difícil hay
que contar siempre con la ayuda que nos da el sacramento instituido por
Jesucristo para perdonar los pecados.
Cuando nos confesamos con corazón contrito y
arrepentido, es como si recibiéramos un abrazo misericordioso de Dios Padre.
Cada vez que nos confesamos, Dios hace fiesta, como en el caso del hijo
pródigo.
Este sacramento no restaura totalmente el equilibrio
interior, queda la inclinación al mal y la debilidad de la naturaleza humana.
Seguimos siendo peregrinos en la tierra, rumbo a la Patria celestial. Hemos de
estar continuamente decidiendo entre hacer la Voluntad de Dios y hacer la
nuestra. A consecuencia de una mala elección podemos caer en el pecado.
Para perdonar los pecados cometidos después del
Bautismo, Dios nuestro Señor, Médico divino, ha puesto la Confesión.
¿Cuándo
instituyó este sacramento? Una vez resucitado, Jesús les dijo a
los Apóstoles que fueran por todo el mundo a predicar el Evangelio. Sopló sobre
ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo, a quienes les perdonen los
pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les quedarán
retenidos” (Juan 20, 22-23). Este poder se transmite a los obispos y a los
presbíteros.
Estructura
de este sacramento: Examen de conciencia, dolor de corazón,
decir los pecados, propósito de enmienda, cumplir la penitencia o las obras
penitenciales. El sacerdote nos dice en el nombre de Jesús: “Yo te absuelvo de
tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Así el
pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.
La contrición puede ser “perfecta” o “imperfecta”.
Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, es “perfecta”. La
contrición “imperfecta” o atrición es también un don de Dios, un impulso del
Espíritu Santo. Parte de la fealdad del pecado o del temor de la condenación
eterna. La confesión ha de ser oral e íntegra. La verdadera contrición incluye
siempre el deseo de recibir el sacramento de la Reconciliación o Penitencia.
El sacerdote debe mantener el secreto de todo lo que
ha oído en la confesión sin excepción (sigilo sacramental).
¿De
qué tenemos que arrepentirnos? De las omisiones, de
faltas de caridad o de paciencia, de nuestra indiferencia, de nuestra dureza de
corazón, de faltas contra el primer Mandamiento, de falta de interés por las
cosas de Dios, de la apatía… Hay que revisar los Diez Mandamientos explicados.
Los efectos de
este sacramento son la reconciliación con Dios y con la Iglesia; la
remisión de la pena eterna a causa de los pecados mortales, la serenidad de
conciencia, la paz del espíritu y el aumento de la fuerza espiritual para el
combate (cfr. CEC, 310). La Penitencia es como una anticipación del Juicio
final, y quien recibe la absolución ya ha sido juzgado y absuelto.
Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave,
que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental
(cfr. CIC can 916, CEC, 1457). La confesión habitual de los pecados veniales
ayuda a formar la conciencia, a progresar en la vida del Espíritu y a dejarse
curar por Cristo (CEC, 1458).
Otras
consideraciones
Satanás es el trono del orgullo, y la única arma para
derrotarlo es la humildad. Y la confesión nos ayuda a vivir la humildad porque
reconocemos lo que está mal y pedimos perdón. No se trata de quién es el
sacerdote, perdona por el poder de Dios, importa quién soy yo. Al recibir la
absolución quedamos desencadenados, pero el alma está débil, por eso
necesitamos la Eucaristía. Si supiéramos lo que es la Presencia real de Jesús
en la Eucaristía, quedaríamos en éxtasis nada más pisar la iglesia.
Para terminar, recordemos una frase de Benedicto XVI: El
problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no
reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente
ausente y sin embargo omnipresente (Cfr. Jesús
de Nazaret, II, p. 98).
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