El pecado y la misericordia de Dios
Pablo Martí del Moral y Santiago Sanz
El
misterio de la misericordia
Nuestra civilización tiene logros y sombras. Los
desequilibrios que sufre el mundo moderno están conectados con los
desequilibrios que hunden sus raíces en el corazón humano.
Como humanos experimentamos múltiples limitaciones,
nadie está exento de defectos y errores. Muchos se alejan de Dios porque ven la
presencia del mal y la injusticia en el mundo, y ponen en entredicho su bondad.
San Juan Pablo II decía: “hay un eclipse del sentido de Dios y del hombre”
(Juan Pablo II, Evangelium vitae, 21).
Parece que Dios no es relevante porque no puede solucionar nuestros problemas.
No tenemos claro que necesitamos una salvación, y la
salvación que ofrece la Iglesia no nos parece pertinente. Como consecuencia se
rechaza el perdón y la misericordia. Se ve a Dios lejos. De esta manera la
pérdida del sentido del pecado ha llevado a la pérdida de la necesidad de
salvación, y de ahí la indiferencia ante Dios.
La conciencia humana sucumbe a la secularización. Ante
esta actitud lo más sabio es rezar por nuestros seres queridos y por el mundo
entero. Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre.
No es fácil responder a la evidencia del mal en el
mundo, quizás porque el mal no es un problema es un misterio, un misterio en el
que estamos implicados nosotros personalmente, un misterio que se esclarece con
actitudes vitales y existenciales. La misericordia es el acto último con el
cual Dios viene a nuestro encuentro, es la vía que nos une a Dios. ¡Qué
importante es no juzgar para no ser juzgados!
Además, hay que comprender que no estamos en el
paraíso terrenal sino en pleno campo de batalla.
El
pecado se comprende a partir de la misericordia
Nadie escapa a la experiencia del sufrimiento. El
pecado está presente en la historia del hombre, basta leer el Génesis para
confirmarlo. Y, ¿de dónde viene el mal? Especialmente del pecado. Basta con
pensar: ¿qué me hace sufrir? Y veremos que detrás está el pecado. “El misterio de
la iniquidad (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del “misterio de la piedad”
(1 Tim 3,16). El pecado es un abuso de la libertad que Dios nos ha dado.
El
pecado original, una verdad esencial
El relato de la caída utiliza un lenguaje hecho de
imágenes. Toda historia humana está marcada por el pecado original.
Detrás de la desobediencia de nuestros primeros padres
se halla una voz seductora, opuesta a Dios, la voz del ángel caído. Así el
hombre dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador. Se rompe la
armonía con la creación.
Consecuencias
del pecado original
El pecado procede de la elección libre del mal. Al
examinar su corazón el hombre descubre una inclinación al mal y una inclinación
al bien. Podemos realizar el bien con la ayuda de Dios. No estamos corrompidos,
como afirmaba Lutero, sino vulnerados.
La condición pecadora pertenece a la historicidad del hombre, no a su
naturaleza originaria.
La transmisión del pecado original “es un misterio que
no podemos comprender plenamente” (CEC, 404). El hombre en estado de gracia es
justo. La Biblia enseña que nuestros primeros padres transmitieron el pecado
original a toda la humanidad.
Como Cristo es uno solo y cabeza de la Iglesia, así
Adán es un solo y cabeza de la humanidad. Hay un paralelismo entre ambos. En
nosotros el pecado original es “contraído”, no “cometido”, un estado y no un
acto (cfr. CEC, 404). A veces este pecado ofusca la comprensión de aquella
profunda fraternidad y solidaridad del género humano.
¿Por
qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? San León Magno responde: “La
gracia inefable de Jesucristo nos ha dado bienes mayores que los que nos quitó
la envidia del diablo” (Sermón
73,4).
La
vida como combate
Ignorar que el hombre tiene una naturaleza herida,
inclinada al mal, lleva a graves errores en la educación, en la vida política,
social y en las costumbres (CEC, 407). Conocerlo suscita una actitud de
profunda humildad que lleva a ser realistas y a apreciar en sumo grado el don
de la fe.
Frente a la idea de que es necesario que el hombre
cometa pecado para experimentar su
libertad autónoma, vemos que es más comprensivo y más humano el que vive
libre de pecado como Jesús y Santa María. La ternura de Dios se muestra
especialmente en la parábola del hijo pródigo.
En
la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto con el
inmensamente Puro, con el hijo de Dios (cfr. Benedicto XVI, Homilía, 8-XII-2005). Si lo habitual es
que lo impuro contagie lo puro, aquí pasa lo contrario. Dios mismo se pone como
lugar de Reconciliación. Dios mismo “bebe el cáliz” de todo lo que es terrible
y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor y su sufrimiento.
La Cruz es la última palabra del amor de Cristo por nosotros, pero no es la
última palabra del Dios de la Alianza. Esta última palabra será pronunciada en
la alborada del domingo: “Ha resucitado” (Cfr. San Juan Pablo II,
Dives in misericordia n. 7).
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