Llegar a la persona en su integridad: La afectividad
Julio Diéguez, estudiosos del tema, afirma que los
actos voluntarios contribuyen a crear una connaturalidad afectiva con el bien
al que se mueve la voluntad. Se puede mover también hacia un bien aparente. Por
eso es importante querer el bien verdadero y contar con el tiempo.
La formación
ha de alcanzar a la inteligencia, la voluntad y los afectos. La educación de
los afectos –aprender a gozar del bien- requiere de la ayuda de la voluntad, y
también de la inteligencia, pero ésta tiene un control indirecto –político- sobre los sentimientos.
Los actos
voluntarios producen un efecto interior: contribuyen a crear una connaturalidad
afectiva con el bien al que se mueve la voluntad. A una persona que le gusta el
cine o la pintura, se sentirá atraída y le agradará asistir a una exposición de
cine o de pinturas de valor estético. Una persona que haya estudiado para ser maestra
de Kinder, se sentirá como pez en
medio de los niños pequeños, lo apreciará como parte de su naturaleza.
Es distinta
la percepción del niño que pinta por gusto y disfruta de esa actividad, que el
que pinta por obligación porque es una tarea de la escuela.
No forma
tanto el hacer sino el querer. No sólo importa lo que hago, sino lo que quiero
mientras lo hago. Limitarse a respetar unas reglas acaba convirtiéndose en un
peso. Si se busca el bien que esas reglas promueven, alegra y libera. La
libertad es decisiva: no basta hacer algo, hay que quererlo. No basta limpiar
la casa, hay que quererlo. Sólo así aprendemos a disfrutar del bien. Un mero
cumplir no promueve la libertad ni el amor. En cambio, sí los promueve entender
que esa actividad es grandiosa y vale la pena hacerla.
Una formación de largo alcance
El proceso
de connaturalización afectiva con el bien es ordinariamente lento. Una virtud
no está formada mientras el bien no tenga un reflejo positivo en la
afectividad, por eso hay que tener paciencia en la lucha diaria. Puede haber de
nuestra parte, resistencia a hacer oración porque suele costar trabajo, pero
quien persevera, alcanza a tener gusto por ella y a encontrarle sabor; ahora
bien, Dios puede permitir arideces para purificarnos, pero hay que perseverar
en ese afán.
Si tenemos
reacciones de ira que querríamos superar, comenzaremos esforzándonos por
reprimir sus manifestaciones externas; quizá al principio nos parecerá que no
conseguimos nada, pero si somos constantes, poco a poco iremos venciendo en más
ocasiones, y al cabo de un tiempo –quizá largo-, llegaremos a conseguirlo de
modo habitual; pero no basta porque nuestra meta no era reprimir unas
manifestaciones externas, sino modelar una reacción interna para ser mansos y
pacíficos, de modo que esa forma más serena sea la propia de nuestro modo de
ser. Es una lucha que apunta a alcanzar una paz interior en la búsqueda y
puesta en práctica de la Voluntad de Dios, y no apunta al mero sometimiento violento de los sentimientos.
El Papa
Francisco, al explicar su principio de que “el tiempo es superior al espacio “(cfr.
Evangelii gaudium, 223-226), señala que “darle prioridad al tiempo es preocuparse de iniciar procesos más que de
poseer espacios” (Evangelii gaudium,
223). No hay que obsesionarse por resultados inmediatos. Es una invitación a
“asumir la tensión entre plenitud y límite” (Ibidem). Es importante no ignorar que somos limitados, aunque
muchos anuncios comerciales invitan a “romper límites”. Ahora bien, la
conciencia de nuestra limitación no debe paralizar la plenitud a que Dios nos
invita. Hay que apuntar alto en la formación.
No se trata
de realizar muchos actos buenos, sino de ser bueno. Se trata de tener un buen
corazón. No se trata sólo de oponerse a una afectividad que empuja en dirección
contraria. El acto virtuoso sería el de quien goza en la realización de ese
bien incluso cuando le supone un esfuerzo. Este es el objetivo.
Un mundo dentro de ti
A medida que
la virtud se fortalece, el acto bueno se realiza con naturalidad y gozo. Para
distinguir la voluntad de Dios, se necesita una especie de “connaturalidad”
entre el hombre y el verdadero bien (cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, II, 45, a.2). Tal
connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del
hombre mismo (Juan Pablo II, Veritatis
splendor, 64). Esto se debe en buena parte a que la afectividad es la
primera voz que oímos a la hora de valorar la oportunidad un comportamiento. La
virtud consigue que la voz de la afectividad incluya ya una cierta valoración
moral (en referencia al bien global de la persona) de ese acto.
Diéguez
concluye: Si se tiene una interioridad rica, es fácil rechazar esa atracción,
porque rompe la armonía y la belleza del clima interior.
La persona
que vive desprendida valora los bienes materiales en su justa medida: ni piensa
que son malos, ni les concede una importancia que no tienen. Como Jesús dijo a
Nicodemo: “el que obra según la verdad viene a la luz” (Juan 3,21). Una afectividad ordenada ayuda a la razón a
leer la creación, a reconocer la
verdad, a identificar lo que verdaderamente nos conviene. Sólo hay verdadera
formación cuando las diversas facultades humanas están integradas, no peleadas.

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