El “éxtasis de Dios”
El Verbo se encarna en el seno de María bajo la acción del Espíritu Santo. Ese mismo Espíritu es devuelto al Padre, por el Hijo, en la Cruz: Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu (Lucas 23, 46).
El Espíritu continúa asistiendo a los cristianos para
que sean signo que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios
(cfr. Isaías XI,12). La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia
son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y esa
paz que Dios nos depara.
No puede haber fe en el Espíritu Santo si no hay fe en
Cristo, en su doctrina. El círculo trinitario es consumado en la muerte de
Cristo en la Cruz. Luego promete enviar al Espíritu, que les dará fuerza para
ser testigos de Jesús (Hechos, 1,8).
Hay que trabajar en nuestro corazón y sanar
cada herida que podamos tener, para ser más aptos para alumbrar la oscuridad
del mundo. Un corazón limpio, puro y sano, dispuesto a ser transformado por el
Espíritu de Dios es lo que estos tiempos requieren.
El día de Pentecostés es el cumplimiento de la promesa
del Padre, dada a los profetas Joel, Ezequiel y Juan el Bautista.
La Iglesia de Oriente concibe al Espíritu Santo como el
“éxtasis de Dios”. Cuando sale de sí, obra el Espíritu. Es una gracia y es, por
otro lado, quien da la valentía de ser testigo de Jesús.
A San Lucas le llaman “el Evangelio del Espíritu Santo”
porque habla 56 veces de Él. La apostasía es un rechazo al Espíritu. Si hay
confusión y caos en la Iglesia es porque no se acepta que guíe. El Espíritu Santo
no impone, susurra.
Justo Lofeudo explica: Cristo tiene la plenitud del
Espíritu y, por su Muerte y Resurrección, la Iglesia ha recibido esta presencia
divina y da el Espíritu en los sacramentos. Si se rechaza la misión se rechaza
al Espíritu. La Iglesia es misionera. Cuando no hay misión, se sofoca al
Espíritu. Hay un obispo en la Amazonía que se jacta de que nunca en su vida ha
bautizado, en cincuenta años, ni lo hará. Allí hay un rechazo del Espíritu
Santo. Ese hecho es tremendo. Jesús pidió proclamar el Evangelio y bautizar;
eso es apostasía.
La Iglesia es misionera y lo mismo la vida de cada
creyente. Y no hay que reprimirlo. El falso humanismo pone al hombre en el
centro de su vida y desaloja a Dios.
“¡Ven Espíritu para que tu luz se ponga de manifiesto!”.
La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. Al Espíritu se le llama
Paráclito, consolador. Uno de los sentidos de la palabra Paráclito significa “el
que está al lado”, y el que es llamado junto a uno es “el que defiende”, “el
abogado”, es aquel “que sopla a los actores lo que tienen que decir” (el
apuntador), “el Soplador”. Es el que trabaja para Cristo y sopla las palabras
de Cristo. El Espíritu guía para saber qué hacer y para cooperar a la salvación
del mundo, indica encontrar el camino para la dicha propia y de los otros.
El terreno en que se siembra la Palabra es nuestro
corazón. Por el Espíritu Jesús nos conduce al Padre. Jesús habla en silencio,
sin palabras. La semilla es la Palabra de Dios. Esos granos no florecerán en
forma instantánea. Darán fruto según la naturaleza de la tierra que los recibe.
El celular
de nuestros corazones está casi siempre ocupado. Nos llenamos los oídos para no
escuchar. Nos aturdimos, huimos de nosotros mismos y de Dios. Jesús se iba a lugares
desiertos para orar, para escuchar a Dios, para amar. El que no escucha no
sabrá amar.
En la vigilia de su Pasión Jesús les dice a sus
discípulos: “Velad y orad para no caer en tentación”. Hay que vigilar para
conocer los signos de los tiempos, los buenos y los malos. Su camino al
Gólgota no es sino oración y sacrificio para la salvación del mundo.
San Josemaría aconsejaba:
“Frecuenta el trato del Espíritu Santo -el Gran Desconocido- que es quien te ha
de santificar. No olvides que eres templo de Dios. – El Paráclito está en el
centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente a sus inspiraciones” (Camino,
57).

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