Artífices de nuestra vida
Cada uno es autor de su
existencia, protagonista de su vida. El hombre no vale por lo que tiene ni por
lo que es, sino por lo que decide. Somos seres interdependientes, indigentes, no
somos del todo autónomos, siempre necesitamos de los demás.
Hay talentos personales pero lo
que más estructura la personalidad son los dones de Dios, entre ellos se
encuentra de modo eminente, el regalo inmenso de la filiación divina recibido
en el Bautismo. Gracias a ella, Dios Padre ve en nosotros la imagen –si bien
imperfecta- de Jesucristo.
Dentro de los planes divinos la
vida está hecha para compartirse. El Señor cuenta con la ayuda mutua que se
prestan los seres humanos. Hay necesidad de compartir la existencia, de dar y
recibir, de amar y ser amado.
“Nadie vive solo. Ninguno peca
solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la vida de los otros:
en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida
de los demás, tanto en el bien como en el mal” (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi n. 48).
Muchos caen en la trampa de vivir
en el pasado o en el futuro. Muchos viven añorando el pasado. Otros viven
preocupados por lo que pueda pasar en el futuro. El futuro no existe, es
irreal, no sabemos siquiera si viviremos el día de mañana o un mes más. No vale
la pena preocuparse por lo que “podría ser”. Fulton Sheen expresó así su punto
de vista: “Toda infelicidad (cuando no hay causa inmediata de pena) proviene de
la excesiva concentración en el pasado o de la extrema preocupación por el
futuro”.
Otras veces estamos anclados en
el pasado y en el futuro, cuando lo único real es el presente, el hoy. Hay que
atender al presente y a la eternidad en sí. Cada día tiene su propio afán, sus
problemas y sus gozos, y basta con pensar en vivirlo lo mejor que podamos. Sólo
el momento presente es precioso para cada uno de nosotros. El presente nos
pertenece por entero.
Pocos se paran a pensar en la
eternidad: ¿qué haré dentro de mil años?, ¿en dónde estaré dentro de un millón
de años? Es un decir, porque en la
eternidad ya no hay tiempo… pero hay que planearla con nuestra conducta recta y
ponerla en manos de Dios.
Un padre de familia estaba a tal
punto inmerso en un proyecto de trabajo, que descuidaba a su esposa y a su
hijo, y se fue de la casa. Cuando ese proyecto se hizo realidad decía con
desencanto: “Luché mucho, con intensidad, por esto y lo logré, y ahora no tengo
con quien compartirlo”.
El alma que opta por Dios se
mueve con una paz interior que supera cualquier tribulación, porque sabe en
quien ha creído, como San Pablo, que escribe: “Sé en quien he creído” (2 Tim
1,12). Decidirse por Dios es aceptar su invitación a escribir nuestra biografía
con Él.
Somos débiles frente a las
tribulaciones. Pero nada puede superar a un amor sin límites, más fuerte que el
dolor, que la soledad, que el abandono, que la traición, que la calumnia, que
el sufrimiento físico y moral, que la propia muerte.
Jesús nos
explica: “Eres único e insustituible en el lugar en que
estás, en el momento en que vives, en la situación que he dispuesto para ti. Yo
te necesito para esta partícula de materia y de vida, para esta parcela del
mundo, para este momento de historia” (Ricardo Sada, Oír tu voz, p.88).

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